domingo, 20 de enero de 2013

Una hombrada.





La noticia corrió en el barrio como por regueros de pólvora: el Niño de la Canela habíale dado sin ton ni son, y sin venir á qué, una bofetada á Pepe el Pelusilla, el más intimo de sus amigos, y por ende el mozo más bueno, más leal, más humilde y de menos condinga de los que por aquel entonces lucían el garbo y las buenas hechuras en el barrio de la Goleta.

Cuando le narraron la hazaña de su hijo al señor Paco el de los Belones, antiguo catedrático de los del bronce, que, según cuentan, hubo de narrársela el señor Perico el Virutero en el hondilón de Pepetín. Tatovias, arrugó el frontis aquel decano de los hombres de médula y de empuje, y exclamó asestando en la mesa un puñetazo.

—Eso que tú dices no puée ser; mi Toño entoavía no ha hipotecao la vergüenza.

—Pos quien á mí me lo ha dicho es el Cotufas, y el Cotufas no miente nunca por las mañanas trempano.

Media hora después decíale el de los Belones á su hijo, sentado frente á él, bajo el verde parral del patio de su casa:

—Vamos, hombre, cuéntame esa hombrá que has hecho hoy, y después púrgate y descansa, que tendrás el cuerpo dolorío.

—El corazón es lo que me duele; pero en cambio tengo la consencia más y más blanca que el arminio y que la leche y que las espumitas de la mar serena.

—¡Mucha blancura me parece á mi, chavó, tanta blancura!

—¿Pero usted se cree que si yo no la tuviera asín no estaría yo metío en un sótano? Cuando yo estoy tan tranquilo es porque el guantazo que yo le he dao al Pelusilla ha sío una obra de caridá que le he jecho.

— ¿Pero es que el probetico de Pepe tenía argún flemón en las encías?

—No, señor; lo qué tenia era lo qué tiée y lo que tendrá hasta que se muera; un tabique en ca ojo y un melocotón en el sentío.

—Y tú te has querío quitar los tabiques y él melocotón con un tortazo en un pómulo, ¿no es eso?

—Lo que yo he querío jacer es lo que he jecho; y pa que no me hable usté más con ese retintín que me está poniendo el cuerpo desazonao, le voy á decir á usté la verda como si fuera usté un confesor.

—Pues comienza, porque tan y mientras no te laves la ropa sucia, no me llega la camisa al cuerpo.

— Pues vamos á ver lo que á usté le parece esto; supóngase usté que usté tiée mi edá, y mi sangre, y es usté lo voluntarioso que soy yo pa la mujeres; y supóngase usté que además tiée usté un amigo que es pa usté la Consagrá, y que este amigo tiée una mujer con dos sacais primos hermanos del tifus, una boca que es una tumbaga de corales, un cutis que es raso, un monte de pelito anillao más negro que la endrina, unas hechuras que ni fabricás á torno, un pecho con el que se cubre como los palomos de casta, una cintura que es un torzal, una caera que yo no sé cómo no troncha la cintura; unos pies que hay que verlos con lentes, y además dé to eso un metal de voz y un vagío, y un andar, y una gracia, y un ángel y un qué sé yo en toíta ella, que al que la ve le da hipo, y se le aclara la vista, y...

—Y se le estrecha la americana; vamos, hombre, déjate ya de primores y al grano, que es lo que interesa.

—Es que cuando me pongo á hablar de ese querubín se me alegra hasta la campanilla.

—Mal hecho.

— ¡Y si eso no se puée remediar! La flor del gusto nace aonde leda la repotente gana.

—Pero cuando nace en mal sitio, se jace lo que con la cizaña y con los jopos en los jabares.

—Güeno; pos ahora supóngase usté que cuando está usté a la vera de esa maravilla, á esa maravilla se le entornan los párpados, se le duermen los clisos, y mirándolo á usté sin pará ni fonda, se requetemuerde los labios y ca suspiro que suelta suena como un barreno y le falta aire que respirar; y cuando habla con usté lo jace como Perico el Tartamúo, y cuando le da á usté la mano le jace á usté los dátiles serrín de corcho, y un color se le va y otro color se le viene; y cuando mira usté con segunda á otra gachí cualesquiera, pone una cara que jace que se le erice á usté el pelo.

— Está bien, hombre, enterao; pero ahí de los machos con quinqué y con decencia y con güenos procederes; yo en un caso asín, sargo de estampía y no me vuelve á ver esa mujer ni en retrato.

—Pos supóngase usté que sale usté de estampía, y dándose un martillazo en el gusto por no colgarse esa palomita en la bandola; y que cuando ha jecho usté la hombrá y está usté curándose en el sitio dolorío, viene en busca de usté su amigo, como quien busca candela, y le píe á usté casi por Dios y por su Santísima Madre que vuelva usté por su casa; y no para, ni vive, ni sosiega, jasta que lo consigue, y eso una vez, y otra, y cien veces más; supóngase usté to eso, y dígame usté lo que usté haría en ese caso.

El viejo prócer de la valentía permaneció silencioso y rascándose sin necesidad la cabeza algunos instantes, y después murmuró, encogiéndose de hombros:

—La verdá es que toas las armendras no son mollares.

—Qué han de ser mollares toas las armendras; pos bien, demos por suponío que eso de salir de pies es grilla y no canta; y que tampoco yo le puedo dicir á Pepe que es un mal garabato el garabato aonde ha colgao su felicidá y sus quereles, porque eso seria darle una puñalá trapera; y que además esas cositas no las hacen los hombres que se estiman y tiéen lacha y tiéen injuncia y tiéen lo que Dios manda que se tenga.

—Es verdá—murmuró el señor Curro, qué seguía sin encontrar solución al problema y como buscándola con las uñas entre los mechones de su blanquísimo pelo.

—Vaya si es verdá como que no había más verea que una pa salirse del mar camino, y esta mañana, después de pasarme cavila que te cavila las horitas de la noche, me levanté de mal arate y enrabiao, y con ganas de pelear, porque ca día que pasa voy sintiendo que esa jembra echa más raíces en mi presona; y como me alevanté con los tendones atirantaos, me dije yo: «hoy le quito la esclusa al río, pa que se salga de madre»; y me fui á tomar la mañana á ca del Pitañoso; y estando en ca del Pitañoso llegó Pepe, como si lo hubieran llamao con campanillas, y comenzó á decirme que me fuera con él, y yo que no, y él que sí, y dale que le da á la matraca; y me dieron jachares, y pensé yo que un guantazo podía ser el hunto de la Malena, y entoavía no lo había pensao cuando alevanté la manó y estiré el púrpejo, y ¡pum!, le aticé la bofetá, la única bofetá que yo he dao en el mundo que me haiga dolío lo que me ha dolío esta; y ahora dirá usté si ha sío ó no una hombrá la que yo he jecho con el Pelusilla.

— ¡Vaya!

Y el viejo se incorporó con el rostro radiante de orgullo, y estrechó entre sus brazos, como hacía ya muchos, muchísimos años, no lo estrechaba, al Niño de la Canela, el más famoso de los mozos de pelo en pecho del barrio de la Goleta.

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