sábado, 19 de enero de 2013

Un capítulo de La Goletera

Publicado en La Correspondencia de España el 1/4/1901, n.º 15.762, página 3.



Para que nuestros lectores formen idea de cómo está escrita la nuava y preciosa novela La goletera, de nuestro querido colaborador Arturo Reyes, allá va un capítulo copiado al azar:


CAPITULO VII


Paco recordaba como una pesadilla, su entrada en la cárcel; no había podido cerrar los ojos durante toda la noche; era la vez primera que se encontraba en aquel inmundo vaciadero; sus recuerdos se confundían como en un fantástico remolino; su llegada con Pedro á Guadalmedina, la soledad del sitio, el silencio de la noche, el vago temor que le sobrecogió de pronto en el instante supremo; después la rápida y casi traicionera acometida del Pipirigaña, el resuello bronco y jadeante de éste, el brillo de sus ojos, después aquel á modo de vértigo de ciega valentía, de ímpetu loco y de destreza suma que, al envolverlo, le arrebató todo temor, después el ahogado grito de ira y de dolor de su adversario al sentirse partido el rostro por la certera puñalada.

Recordaba también de un modo caótico la súbita presencia de algunos desconocidos con los semblantes entre airados y temerosos y de un sereno que, enfocándole con la luz del farol, poníale la punta del chuzo al pecho.

Veíase después camino de la cárcel escoltado por un grupo da curiosos, por el sereno que no se hubiera trocado seguramente en aquellos instantes por el vencedor de Pavía; por un guardia enclenque que, sable en mano, parecía dispuesto al asalto de una fortaleza, y por uno de la benemérita que, grave, pulcro, circunspecto, contemplaba con irónica conmiseración á aquel belicoso representante de la autoridad que parecía querer realizar aquel rancio proverbio de A moro muerto gran lanzada.

Su entrada en la cárcel causóle honda y angustiosa impresión; el centinela dormitando de pie en la penumbra de la garita; el edificio que nunca parecióle tan ruin tan sucio ni tan amenazador; la verja de madera de la portería, en la que la pintura desaparece bajo antiquísimas suciedades; el rechinar de los cerrojos; la cara estúpida del portero; el horrible hedor de pocilga de aquel ambiente envenanado, donde parecen flotar eternamente la imprecación, el rugido, el vocablo soez, las cláusulas del rencor y de la ira; la luz de cripta que iluminaba de un modo vago y somnoliento el vestíbulo, donde los cabos de vara mataban el ocio charlando de amores y crímenes y hombradas; la oficina del alcaide, donde el empleado de guardia departía con algunos presos de preferencia; el registro que tuvo que soportar, aquella cuadra mal oliente adonde fué conducido, donde roncaban y gruñían como cerdos algunos hombres sobre miserables petates, y todos los detalles en fin de su entrada en la prisión, vortijeábanle en el cerebro de un modo aterrador y fantástico.

Cuando la primera dudosa luz de la mañana siguiente llegó á él, su desesperación subió, si cabe, de punto; parecíale que aquellos muros se unían para aplastarlo y sentía una profunda repulsión hacia la chusma que discurría por el anchuroso patio, una multitud pintoresca y bullidora en la que el rapaz andrajoso y mugriento embelesábase ante el criminal envejecido que mataba el rato haciendo calcetas como cualquier respetabilísima anciana al calor del hogar y rodeada de su segunda prole; o ante el matón de gallarda apostura, arrogante mirar y pulcra indumentaria; ó ante el tosco campesino ó ante cualquier otro de los diversos ejemplares que arrojan á diario en aquel á modo de pudridero el crimen, el vicio y la insensatez humana.

Paco era la primera vez —repetimos— que encontrábase en aquel bien vigilado redil de mansísimos corderos, donde pronto hubiera tenido que pegar fuego á la Santa Bárbara de sus energías para no pagar la novatada en infamante esclavitud, si no hubiera sido por la decidida protección del Cuco de Benaque, un valentón de alternativa, al cual había tenido el alto honor y la envidiable fortuna de conocer años atrás en una francachela.

El Cuco, á la primera provocación de la chusma al guitarrista, cogió con la mayor delicadeza posible por una solapa al más caracterizado de los provocadores, y le dijo con el más dulce acento del mundo:

—Mira tú, Carambola, que este gachó tiée bula pontificia; conque á ver si lo dejamos tranquilo.

Y el veto del Cuco de Benaque fué más que suficiente para que chicos y menos chicos dejasen á Paco entregarse á sus poco gratas meditaciones.

La señá Rosario, que no había podido pegar un ojo, como es natural, durante toda aquella noche de lágrimas y desesperación, noche en que se le fué un año de existencia en cada suspiro, apenas Dios echó sus primeras claridades sobre la tierra, corrió desolada á la cárcel, acompañada de algunas vecinas que, apiadadas de su dolor, no la habían abandonado un solo momento, y cuando tras algunas eternas horas de espera pudo abrazar á su hijo, comiéndoselo á besos, tuvo por fin Paco que decirle, desciñándose dulcemente de sus brazos y en tono que quiso hacer jovial y chancero:

—Pero, madre, por Dios; que no es pa tanto; que por tan poquilla cosa no le dan á nadie garrote.

Cuando la señá Rosario se hubo por fin tranquilizado algo, le preguntó su hijo:

—¿Y ha visto usté á Trini, madre; ha visto usté á Trini?

—No; no la he visto, ni la quiero ver; esa mujer va á ser tu perdición, tu ruina; maldita sea la hora en que se mudó á nuestra vera; maldita y retemaldita, sí; maldita y retemaldita.

 —¿Y qué culpa tiée Trini de lo que ha pasao? Trini no tiée culpa de na; yo no podía comerme aquello que me dijo Pedro; aquello no se lo traga ningún hombre que tenga la vergüenza almidoná; usté no sabe los frenos automáticos que tuve yo que echarme por no darles á ustedes la esazón, y me los eché porque los hombres no deben pintarla de botonadura delante de las hembras, pero yo no podía dejar aquello asín, pa dejarlo asín tenía que comerme antes la negra honrilla, y á mí no me gusta comerme las cosas que me dañan.

A poco de haberse ido la señá Rosario á prepararle á su hijo el almuerzo, pudo por fin hablar con el guitarrista el Cuchufleta, el cual llegó á su lado con el semblante todo hecho un puro fruncimiento:

—Pos dí tú que te has creído que vienes á mi funeral, ¡chavó y qué cara! Pos ni que me hubieran hecho yá la autosia—exclamó al verlo el de las Campanillas.

—Déjate tú de bromas, que pa bromas está el tiempo con la desazón que nos has dao á tos, y sobre tó al Pipirigaña, que ahora va á tener que dejarse la barba corría y le va á achicar las rentas al barbero.

—¿Y tú, cuando te enteraste y cómo te enteraste de la cosa?

—Pos anoche mismo me enteré; como que se armó el jollín en el barrio, y me fuí á tu casa, y al ver á tu pobre vieja se me encogió el corazón y me he pasao la noche enterita mirándole el máuser y el tricornio al centinela; yo me la he pasao asín y él se la pasao pidiéndome el quién vive.

—Entonces no habrás visto á Trini.

—¡Vaya!

—¿Qué, la has visto?

—¡Vaya!

— ¿Y qué?

—Pos ná, que la gachí está más pajiza que la bayeta y espeluzná y sin haberse echao polvos en la cara tan siquiera; y mira tú que eso es más grande que el día del Señor; pos bien, sin echarse polvo en la cara y sin alisarse el pelo.

—¿Pero tú has hablao con ella? ¿Te ha encargao que me digas algo? ¿Le ha sentao mu mal la cosa?

—Pos pregúntame tú algo de una vez, chavó, y no te cortes y que no te dé fatiga.

—¿Pero no ves tú que me estoy muriendo de ganas de saber de ella? ¿Pero no sabes tú que me parece que hace un siglo que no la veo? ¿Pero tú no sabes que si ella está enojá conmigo yo voy á pedir que me maten y que me hagan trizas y que me echen luego en salmuera?

—Vamos, hombre, vamos, no seas asín; menos trizas y menos salmuera; á la Trini le importa el Pedro lo que á mí la bitácora del Alerta; y yo, que he platicao esta mañana con esa mujer; yo, que la he visto con mis propios ojos, con estos ojos que calan más que dos buzos; yo, que tengo mucho mundo y muchísima experiencia; yo, que conozco á toas las mujeres como si las hubiera parío; yo, Pepe Cantarrana y Clavijo, por mal nombre el Cuchufleta, nacío en el Perchel, de cuarenta años, sin ocultaciones, no mal mozo, con buenas hechuras y dos ternos de lana dulce, yo te digo y te juro y te rejuro que Trini la Goletera, la más bonita y la más graciosa de toítas las mujeres, está enamorá hasta el tuétano del famoso Paco el de las Campanillas, el hombre que yo más quiero de tos los nacíos y por nacer, y aquí está el que te lo dice pa lo que tú quieras mandar.

—No me digas eso, Pepe, ¡por los ojitos de tu cara! por lo que tú más quieras en el mundo; mira que oyéndote me ha nacío en el corazón una vara de azucenas; mira, Pepe, que de la alegría ya me está faltando el jalito y se me está llenando de sol el alma; mira que si aluego me salen las contrarias no digo pío tan siquiera y me muero de repente de una puñalá que me doy en la tablita del pecho.

—Pos lo que es por causa mía no tendrás tú que latimarte los pertorales, porque lo que yo te digo es la fija, porque lo he visto yo, yo que lo he visto más claro que el Solera de La Plata; tú no sabes, camará, cómo me dijo á mí esa gachí, esta mañana temprano, lo que me dijo, que me lo dijo con los ojos llenos de relampaguzas y con un metal de voz... que vaya calor, hijo mío, y vaya cosas dulces y vaya canela fina.

—¿Pero qué fué lo que te dijo?

—Pos me dijo: «Vaya usté correndito á ver á Paco; vaya usté y véalo usté y dígale usté lo que usté quiera decirle, y vuelva usté y cuéntenos usté cómo está y si necesita algo.» En fin, Paquillo, que por el  jabeque que le has pintao tú en la fila al Pipirigaña, se te está asomando la buena fortuna vestía de color de rosa.

Y cuando una hora después se hubo marchado el Cuchufleta, antojósele al de las Campanillas el patio de la cárcel el pórtico de la gloria, y la repugnante chusma, la nata y flor de los ángeles, de los arcángeles y de los serafines del cielo.

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