martes, 29 de enero de 2013

Las de Pinto, por Arturo Reyes



De novela califica su libro Arturo  Reyes, y, en realidad, no pasa de ser un cuento, que ganaría más en intensidad y hermosura reducido á los breves límites de este género literario. La difusión del asunto, si da lugar á descripciones de tipos y, costumbres, que carecen en Las de Pinto de novedad, en cambio le restan vigor y le suman en algunas páginas una leve sombra de monotonía.

Arturo Reyes ha descripto fielmente, ajustándose en todo momento á la verdad, la etapa más interesante de la vida de dos mujeres, sin amaños, retoques ni afeites de mala ley. Ha copiado con acierto en las observaciones hechos triviales y corrientes, escenas de la ínfima burguesía, de esa clase trabajadora y humilde que, esclava de incipientes vanidades, ajusta sus actos á las arbitrarias imposiciones del bárbaro tirano social que conocemos por el qué dirán.

Descontado tenemos desde los primeros capítulos la solución del conflicto amoroso que Reyes plantea en su libro. La hija del discreto y difunto tendero señor Pinto le da en sensatez quince y raya á su madre, señora vanidosa y de escasa mollera, muy capaz de dejarse arrancar un ojo con tal de ver ciega á su vecina.

Las causas de estos odios pueriles y enconados, de las rencillas hondas y sin fundamento que engendra un mal entendido amor propio entre gentes de escasa mentalidad y de irritable temperamento, así como las enojosas consecuencias que suelen derivarse de tan absurdos resquemores, carecen de originalidad, y por muy grande que sea el arte de un escritor no prestan amenidad á un libro dedicado á referirlas y glosarlas. Arturo Reyes ha conseguido darnos una idea exacta de las mismas. Pero no ha logrado que nos sedujeran y preocupasen durante la lectura. 

A las niñas casaderas, á las muchachas que en un hogar tranquilo crecieron mimadas y objeto de una constante idolatría por parte de sus padres, podrá interesarles la conocida sentencia moral que Las de Pinto encierra. Verán una vez más puesto de relieve lo fútil de sus pretensiones, de su orgullosa ambición, del ensueño juvenil que las hace esperar, hasta que las hiere la triste desilusión, á un bello principe de leyenda, llegado de lúengas tierras, rendido de amor, á solicitar su blanca mano.

El príncipe esperado, el caballero ideal, el marido modelo, está casi siempre cerca, escondido en el corazón apasionado de un mozo del lugar, disfrazado con los atavíos poco deslumbrantes de un trabajador. Está cerca, muy cerca, adorándolas en secreto, con sufrir sin tregua, abatido y desalentado, soñando también, en momentos de exaltación, con castillos y riquezas y mesnadas que ofrecer á su amada, la reina de sus pensamientos.

En ocasiones, el poderoso señor llega; llega envuelto en una aureola de poderío y de grandeza. Cae en sus redes de Don Juan, fascinada por sus desplantes y sus arrogancias, la niña inocente, tímida y castamente criada en su nido feliz. Y el magnífico galán, en ocasiones también, queda reducido á un vividor desvergonzado, á uno de tantos forzadores de arcas de caudales que se valen de las flechas de Cupido para descerrajar las resistentes cerraduras de hierro.

¡Cuan desconsolador el desengaño! ¡Cuan negro el pesar! Y si es tarde para la separación, si el matrimonio se ha consumado, ¡qué existencia tan sombría y amarga la de la niña que aspiró, con cándidos delirios, á princesa!

De los tipos de la obra, sólo dos están maestramente dibujados: el de la hija de Pinto y el del dependiente que se emancipa y abre una nueva tienda. Sin sensiblerías ni sentimentalismos, con afortunada habilidad. Reyes describe gradualmente el desarrollo de sus amores, hasta que el momento previsto y deseado de la mutua confesión se presenta y termina la novela. Los demás personajes no pasan de estar esbozados, y algunos con trazo confusos.

Otro aspecto á señalar de la novela, y bien pudiera afirmarse que es el último, lo sugiere la lenta ruina de las de Pinto, empeñadas en aparentar más de lo que tienen y teniendo que empeñarse hasta los ojos para conseguirlo.

De sus amarguras y sinsabores las salva el enamorado doncel, humilde y honrado, á quien un día se desdeñó para aceptar las galanterías y pretensiones de un sablista con  aires de poderoso. Al final se arreglan las cosas como Dios manda y todos quedamos contentos. Con añadir que Las de Pinto son andaluzas, para evitar confusiones, está dicho cuanto hacía falta. Aunque por su manera de hablar lo mismo podían ser de Cáceres ó de Segovia.

La novela carece de pretensiones y no es justo exiremar con ella el análisis. Ateniéndonos á los propósitos del autor, hemos de confesar que sólo plácemes merece. Y con  enviárselos á Arturo Reyes quedo cumplido.

Vicente Almela

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