martes, 15 de enero de 2013

Gramática parda



NIÑA, ese paso más corto -dijo Antonio el Garibaldino al ver pasar por su lado á Petra la Verderona, que iba con un  gran mantón de manila blanco y celeste y de larguísimos flecos; peinada en alto coco la rubia cabellera, recogiendo airosamente con una mano la falda de percal azul, luciendo el diminuto pie primorosamente calzado, y poniendo de relieve, al andar, todas las gallardías de su graciosísima persona.

Petra no tenía aún veinte años cuando la sacamos a relucir, y cuatro habían transcurrido ya desde la noche en que el párroco del Carmen hubo de unirla en lazo indisoluble á Juan el Veterano buen mozo que hacía treinta y cinco otoños que andaba por el mundo, cuando tuvo la suerte de embragar para siempre á aquella palomita, una de las más blancas y más graciosas de todos los palomares de Andalucía.

Juan, que cuando llegó al puerto matrimonial llevaba ya corrida la mar de temporales amorosos, echó el ancla brincando de gusto, pues además del cansancio, que le dejaran a modo de estela aquellos picaros temporales, sentía que la ensenada donde le había metido su buena fortuna era el Paraíso terrenal que había soñado como el último de sus refugios.

En el momento en que se encontró á solas con su Petra en su casa —la más suntuosa carnicería del barrio— díjole entornando los ojos, sonriendo voluptuosamente y estrechándola la cintura:

—Ya sabes tú, delirio, que yo soy sólito en el mundo, y que todo esto es mío, y que yo soy más tuyo, que tuya es la sombra de tu cuerpo Con que á vivir, que á tu vera la vida va á ser el disloque y el vértigo, y dame un beso.

Petra, que venía de buena cepa y tenía sangre generosa y fotografiado á su hombre en el corazón, empezó á disfrutar de la vida con todas las libertades compatibles con su decoro y su modo de ser, prudente aunque jovial, y honradísima aunque un tantico aficionada a lucir el garbo y á despertar apetitos.

El nombre de su marido venía sirviéndole de respetable parapeto frente a los tenorios del barrio, que no osaban hipotecar el físico en aquel peligrosísimo terreno, cuando un día  Antonio el Garibaldino, sugestionado por la hermosura de la carnicera y alentado por la buena suerte con que había dado en el barrio las primeras cimbeladas, decidió ganarse de golpe y porrazo cartel para toda la vida, lo cual esperaba conseguir merced á sus veinte años, á su carica de porcelana, á sus hechuras dignas de ser eternizadas en mármoles, á su jarabe de pico y á la flamante indumentaria con que siempre realzaba los méritos estéticos de su persona.

Comenzó, pues, nuestro conquistador á poner en juego sus hasta entonces irresistibles baterías, á frecuentar la casa de el Veterano, el cual no se dio cuenta de las perras intenciones del mozo, hasta que un día hubo de ver á éste asestar una mirada pérfida y acariciadora á Petra, la cual la reciprocó con una, si no igual, al menos llena de tentaciones y coquetería.

Aquel chispazo fué suficiente para que Juan  intentase morder el cielo de la boca; pero acostumbrado á desbravar impresiones, desbravó también aquella, y dijo sonriendo a su mujer cuando el Garibaldino se hubo marchado:

—La verdad es que el chavalete es mu simpático.

Petra contempló serenamente á su marido y le repuso con indiferencia: 

—Sí que lo es.

Cuando el Veterano quedó á solas, púsose pensativo; presentía un temporal: ¡la mirada de Antonio había sido para él una á modo de linterna mágica, que además de iluminar el presente, había iluminado muchos pequeños detalles del pasado, hasta entonces inadvertidos: hacíase preciso ponerse lentes y clavar la pupila y recortarse las pestañas y sacar el capote, pues no era cosa que un hombre como él, un casi patriarca de los del bronce se arrancara de frente contra un chotillo que tenía casi todavía el biberón en la boca.

Y pensando en esto, habíase reclinado  Juan contra la pared, con los brazos cruzados sobre el pecho, una pierna sobre la otra, la cabeza inclinada, el rostro contraído y los hermosos ojos tristísimos y graves.

Petra le vió desde la sala y se quedó mirándolo fijamente con extraña expresión: ¡habría sospechado Juan algo de las chiquilladas de el Garibaldino! Aunque tal cosa hubiera pasado, no merecía la pena de ponerse de aquel modo. ¡Qué le importaba á él que le hicieran a ella la ronza todos los hombres del mundo, si para ella no había más hombre que él, y él, y siempre él!

Y al pensar esto, miraba y remiraba Petra, sin ser vista, á su Juan, que era realmente un buen mozo de cuerpo hercúleo y proporcionado, tez atezada, facciones enérgicas y correctas, pelo abundante y rizoso, cejas negrísimas y ojos de Dolorosa.

—Vamos, ¿qué es lo que tiées tú que estás tan pensativo?—preguntó Petra saliendo de la habitación al Veterano.

Éste levantó la cabeza, y sonriendo algo violentamente, le repuso con acento al parecer tranquilo:

—Ná, ¡qué quiées que tenga! que me aburro cuando no te tengo á mi lao y no me miro en tus ojos y no huelo los capullos de tu boca.

                                                                          
                                                                    I I


El día en que presentamos nuestros protagonistas a nuestros lectores, al oir Petra á el Garibaldino recomendarle más corto el paso, volvió la cabeza y sonrío levemente al chaval que se coloco a su lado.

—¿Á dónde va tan de mañana el lucero de la tarde?

—Á mi cortijo, á ver á mí aperaor, que estará ya rabiando por tenerme a su vera.

—Pues eso de la rabia no le pasa á él sólo, sino á otra persona que yo sé y me callo.

—Hombre, ¿qué me cuenta usté? ¡parece mentira! ¡qué cosas se ven en el mundo!

—Sí, señora; ¡se ven unas cosas! y si ese probetico a quien yo me refiero no hubiera llegado con tanto retraso, otro gallo le cantara.

— ¡Qué lástima, hombre, qué lástima! ¿y es que se quedó dormío en alguna estación?

—Es que le dió adormidera el ángel de la guardia de otro gachó con más fortuna.

—¡Qué picardía, hombre, qué picardía! ¿Con que le dio adormideras? ¡quién iba á pensar eso de un ángel de la guardia!

—Mire usté, niña, por los ojitos de su cara, no me hable usté asín, que se me quita el purso y se me eriza el pelo; mire usté que yo la quiero más que á las niñas de mis ojos.

Y al decir esto, Antonio posaba su mirada insolente y lúbrica en el rostro de la Verderona.

—Hijo, por Dios, no me mire usté asín, que parece que va usté á marnetizarme; ¡chavó con el niño, que parece que está pidiendo un trago, a voces!

—¿Y si yo le dijera á usté que á pesar de eso del trago me estoy muriendo por ese cuerpo, y le cantara á usté aquella copla que dice: 

Durmiendo estoy y me desvelo?

Petra contempló como sorprendida á su enamorado, se puso un momento grave, y después, como arrepentida de su gravedad, se echó á  reir y le repuso:

—Vaya, hijo, tome usté mucha tila, y vaya usté á que le den una friega de aguarrás, á ver si le ponen en su lugar el sentío.

—No es eso lo que le hace falta á esta criaturita, sino que se le ablande á usté el corazón, y que me conteste usté con una chispitilla más de  miramiento cuando esta noche vaya usté á casa de Lola.

—¿Y quién le ha dicho á usté que voy á ir esta noche á casa de Lola?

—Una gachí más buena que un relicario, que me ha dicho la güena ventura.

—¡Caramba, y cuánta sabiduría tiée esa señora!

—Y además me ha dicho que yo esta noche la espere á usté en la esquina de la calle donde Lola vive, y que me arrime á usté cuando usté pase y que la cuente á usté todas mis penas, y que quizás contándoselas se le ablanden á usté las entrañas y me dé usté su pañolito pa que me seque los  ojos.

—¿Pero es que va usté á estar allí con el corazón encogío?

—No es pa menos, y ya me voy, que está usté ya muy cerquita de donde vive, y no es cosa que me vea con usted el hombre de más suerte de toíta España.

—¿Y qué le hace que le vea á usté conmigo?

—Le puée sentar mal y resentírseme la espina, y yo soy mu fino de contextura.

Cuando Petra penetró en la carnicería, estaba ésta solitaria; algunos restos de perniles suspendidos de garfios dorados goteaban sangre sobre el mostrador; la luz del sol reverberaba en los grandes espejos que cubrían las paredes, en los brillantes zócalos de talladas maderas, en el suelo limpísimo, en los dorados artesones y en los pesos, que relucían como ascuas de oro.

El Veterano, de codos en el mostrador, en mangas de camisa, un pañuelo de seda color de púrpura al cuello y la gorrilla de seda echada hacia atrás, con el rizoso pelo sobre las sienes y la frente, contemplaba con melancólica fijeza las espirales de humo de su cigarro.

Al ver entrar a la Verderona, se incorporó lánguidamente; ella le sonrió de un modo forzado: la conversación de el Garibaldino  habíala puesto un tanto colérica y preocupada.

—Traes mal gesto; ¿has pisao alguna mala hierba?—le preguntó Juan mirándola con aire interrogador.

—¿Mala hierba? ¡ninguna! ¡como no sea hierba tonta! La única persona que me he encontrado ha sido á ese cataplasma de Antonio. Frunció Juan el ceño; ya estaba él plenamente convencido de que aquél andaba buscándole tres pies al gato.

—¿Y qué cuenta ese mozo?—preguntóle el Veterano con voz ligeramente trémula.

—¡Qué quieres que cuente! ná — le repuso Petra doblando el mantón y dirigiéndose al interior de la casa. 

Juan quedó un momento indeciso, y tras algunos instantes de vacilación, penetró tras su mujer en la trastienda, y

—Ven acá—le dijo con acento suave, al par que la cogía por la cintura y la sentaba sobre sus rodillas;—ven acá y dime que tiées: ¿no sabes tú que cuanto en ti chispea en mí es el diluvio universal?

—¡Qué quiées que tenga! ná, que no siempre está el guitarro pa soleares.

—¡Tó eso es mentira! ¡si tú no sabes mentir! ¡si tú eres de oro de ley! ¡si tú pa mí no puedes llevar nada escondío en la faltriquera!

—¿Pero es que una no puée estar de mal humor?

—Sí que puée estar; pero tu deber es decirme el porqué, manque mardita la falta que hace que me lo digas, porque cuando se quiere a una mujer como yo a ti te quiero, se tienen luces de bengala y muchísimo quinqué en el párpado, y se ven las cosas por dentro y por fuera.

—Eso es cuando se quiere mucho, y á ti ya se te va apagando la candela.

—¡Apagarse¡ ¡pos si cada horita que pasa echa una hojita el árbol de mi querer! ¡si te quiero más que al sol que nos alumbra y que al aire que respiramos! ¡si tú con tu cara, que ni pintá por pintores, me tienes loco! ¡si tú eres el disfrute de mi cuerpo, y la alegría de mis ojos, y la varita de nardo, y la almásiga de claveles que me perfuman la vía! ¡si contigo son dulces hasta las agüitas de la mar salada! ¡si yo no puedo vivir sin ti, y sin ti no quiero ni la gloria después de muerto!

Y los ojos de el Veterano, al decir esto, brillaban húmedos de ternura y febriles de pasión. 

Petra, escuchándolo, se había puesto densamente pálida: había adivinado el porqué de aquel desbordamiento de frases ardientes y querellosas; había sentido rugir y llorar en aquel acento una tempestad de celos y cariño; y rodeando con sus brazos mórbidos el cuello de su marido, mirándolo con voluptuosa expresión, sonriendo dulce y lánguidamente, fue acercando con picaresca lentitud á los contraídos labios de Juan los suyos rojos y fragantes, y antes de estampar en los de aquél el beso, exclamó con voz suave, dulcísima y acariciadora como un arrullo: 

—¡Tonto, retonto, más entoavía te quiero yo! ¡yo que no quiero verme  jamás de los jamases más que en los ojos de tu carita morena!

                                                           
                                                                           I I I



El Garibaldino estaba desesperado; Petra no llegaba, y ya iba á largar las velas y á ponerse en franquía, cuando una mano enérgica se posó en uno de sus hombros, y una voz conocida, voz varonil y de simpático timbre, la voz de el Veterano, le hizo volver la cara sorprendido.

—Vas á pillar un costipado —le dijo Juan sonriendo irónicamente; —vete pa casa y abrígate bien, porque Petra no puée venir y me ha encargao te diga que te quites del relente. 

Y mientras el Garibaldino se reponía de la terrible sorpresa, siguió el Veterano calle arriba murmurando:

—¡Y el que no sepa vivir que vaya á Salamanca!



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