viernes, 11 de enero de 2013

El Lagar de la Viñuela. Capítulo vigésimo séptimo

El ejemplar correspondiente al capítulo 27 no se encuentra disponible en la Hemeroteca Digital, por lo que para no dejar la novela sin completar, hemos decidido copiarlo de la edición alojada en Internet Archive.



Agustín, falto de un corazón en quien depositar el secreto que le roía el suyo, al ver á su lado al noble compañero, con quien tantas veces retara á la muerte en los campos de batalla, creyóse menos solo, menos abandonado.

- Parece que no te han sentado muy bien las auras montecinas - díjole Centenera poniéndole ambas manos en los hombros mirándole con expresión interrogadora.

Agustín sintió que el amarguísimo secreto se le subía á los labios en irresistibes borbotones.

-Ese es el único camino que te queda - decíale una hora después su compañero. - Un poco de tiempo te dolerá el corazón; pero ten en cuenta que no hay bien ni mal que cien años dure, ni cuerpo que lo resista.

Cuando aquella tarde regresó Agustín al lagar, parecía más tranquilo; Araceli fué cogida por él en brazos y besada con dulce ansiedad; con Dolores cambió algunas frases, sonriendo violentamente.

Su actitud llamó la atención de casi todos los que estaban en el secreto; cuando fué llegada la hora de retirarse, su rostro estaba febril y contraído.

-Vamos á escansar, que mañana hay que alevantarse temprano pa dir á la iglesia - exclamó la señá Tomasa.

Agustínse dirigió rápidamente hacia su cuarto, mientras el señor Juan decíale al de Casariche, al par que se rascaba la cabeza:

-Compañero y qué cosas; pos no paece que tos estamos bebiendo vinagre en ayunas y comiendo arcasiles.

Cuando Agustín se vió solo, empezó á medir la sala una y otra vez con pasos iguales y rápidos; necesitaba domar sus nervios en rebeldía; la determinación adoptada ya por él, la de huir valientemente del ya profanado templo de sus ilusiones, la que hubo de aconsejarle el teniente Centenera, rodábale por el corazón como un torbellino; tenía delante de los ojos del alma á Dolores, pálida, hermosa, indiferente; á Araceli con sus profusos y dorados cabellos y los grandes ojos llenos de azules claridades; á Bernardo atlético y viril, que lo miraba con expresión de triunfo al par que ceñía con su brazo la redonda cintura de la Viñuela, de aquella mujer que, pisoteando al deber, hundíase ebria de gozo en el seno de aquel amor infame.

Anticipándose á los sucesos, parecíale ver á los ancianos, á aquellos ancianos de quienes era honra y orgullo, llorar desconsoladamente, mesarse los blancos cabellos y llamarlo á voces, con la súplica y con el gemido en la boca.

Sentía, además de tantas angustias, la sensación del vacío en que se iba á lanzar. Esperanza era el único puerto donde podía ir á restañar la sangre de la tremenda herida, lejos de aquel refugio apacible que consagraran el primer amor y las esperanzas primeras.

Pasaron lentamente las horas; imperaba doquier el mayor silencio; era necesario llevar á cabo el terrible sacrificio; la luna lo invadía todo con sus argentados raudales de luz. Agustín se dirigió á la mesa, cogió la pluma, vaciló unos instantes, y decidiéndose, por fin, escribió, con mano temblona, algunas líneas; vistióse el glorioso uniforme después, y con la respiración entrecortada y lívido el rostro entreabrió la puerta de su cuarto.

El silencio era completo; ya en el corredor se detuvo; surgía en aquel instante en su mente el recuerdo de la noche aquella en que abandonara por primera vez el paternal abrigo; todo estaba igual, aparentemente; el cerrado maderamen de la estancia de Dolores dejaba escapar una recta de luz, pero ya el desamor y la desconfianza hacían, sin duda, centinela en el dintel del recinto.

Los perros gruñeros cariñosamente al ver salir á Agustín, que, sin volver el rostro atrás, con el corazón hinchado, avanzó hacia la cañada: al llegar al recodo sus ojos se tornaron para dar el último adiós soñado porvenir, á cuanto le sirviera de estímulo en la terrible lucha, á la hija á quien iba á arrebatarle cuanto le era en deber; y al pensar que ya no volvería á estampar su boca en la noble frente de sus viejos adorados, un sollozo, un un terrible sollozo desgarró roncamente su garganta, una ola de lágrimas anegó sus ojos, y arrancándose, por decirlo así, de la tierra que pisaba, alejóse como si fuera dejando tras de sí, hecho trizas, el corazón en las desigualdades del camino.

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