jueves, 3 de enero de 2013

El lagar de la Viñuela. Capítulo decimocuarto



—¿En qué parte de la presona te ha picáo a ti hoy la tarántula?

—¡Qué Dios! eso sería quitarle un porte al ferrocarrí, y no estaría bien y te darían las quejas.

Cada cual fué diciendo una chirigota mientras los contrincantes, separado uno de otro, se miraban lívidos y rencorosos.

En aquel instante llegó el primer grupo de mocitas, escoltadas por sus decrépitas progenitoras; los cortijos inmediatos empezaron á dar su contingente de mozas en sazón; las primeras fueron las Chuchumecas, las segundas las de Calderón, y así sucesivamente fueron llegando, en alegres bandurrios, las de Estébanez, las de Millán, las de Negrete, la quinta esencia de lo bueno y lo bonito de todos los Verdiales.

La orquesta no se hizo esperar: una guitarra, un violín, unos platillos y una pandereta la componían; las sombras empezaron á enseñorearse del panorama y el cielo á esmaltarse de estrellas; sentáronse los concurrentes—debidamente separados los sexos—bajo el renegrido toldo; la brisa era fresca y perfumante; el aguardiente empezó á circular por cubas casi de mano en mano; hizo resonar la murga sus sones melancólicos; un candil enorme pendía del techo de la choza; Juanico el Morisqueta cantó con acento dulcemente timbrado:

Partío e los Verdiales,

er de las mejores viñas

y más ricos olivares,

aquí quiero yo una niña

con los labios de corales.

—¿No oyes, zagal? Canta tú—dijo á Bernardo el tío Antón.

—Ese mozo no canta más que elante e la Virgen de los Dolores—exclamó Rosita con tono desdeñoso y mirando al de Casariche con despecho.

—¿Poiqué dice osté eso, jembra güena?

—Cosas aprendías; me lo contaron en sueño, y yo lo ripito; yo soy asina: no puéo callar ná de lo que me icen manque sea soñando.

—Y ¿qué es lo que osté ha ensoñáo y no puée callarse?

—Eso pá aluego, pá más tarde; ahora yoy á bailar con Pepita Chuchumeca.

Y sacando los palillos prendidos con múltiples cintas de colores, los repiqueteó, levantándose á la primera invitación de su amiga.

Bernardo quedó profundamente preocupado; mal se presentaba la noche: primero, el enganche con Miranda; luego, la manera como nombró Rosita á la Reina de los cielos, manera que había arrancado algunas sonrisas maliciosas á los circunstantes.

Pepa y Rosa bailaban con admirable soltura, creciéndose de modo tal al son de la música, que sus cuerpos, generalmente rígidos y torpes, parecían adquirir en el rimado ejercicio suave elasticidad, graciosa esbeltez y típicas elegancias.

El baile tenía lugar en un palmo de terreno; en él la alegre pareja ora se arrullaba con los brazos arqueados airosamente, ora separábase desdeñosa para volver á unirse llena de pasión; ya, sin perder un compás, perseguíanse las bailadoras con graciosos recortes y bullangueras alegrías; ya serenas y casi inmóviles, y en dulcísimos enervamientos, aparentaban rimar el beso y el suspiro.

Ya iban á terminar Pepita y Rosa, y ya se disponía a sustituirlas otra pareja, cuando hacia los pencares resonaron algunos gritos roncos; todos los hombres corrieron hacia allá, atropellando á las bailadoras; los de la murga colocaron en alto los instrumentos para salvarlos de la catástrofe; rodó el candil sobre las engalanadas verdialeñas; pusieron éstas el grito en el cielo; los más débiles rodaron ante los más vigorosos.

—¿Qué es eso? ¿Qué pasa?—preguntaron algunos.

—Que Bernardo y D. Enrique se han agarráo de firme en la cuneta—gritó Cornetín el porquero, saltando de júbilo.

Hacía la cuneta corrieron todos; pero, cuando llegaron, sólo pudieron ver entre las sombras las siluetas del tío Antón, de Estébanez y Miranda; Bernardo ya no estaba allí; se lo habían llevado, poco menos que á tironazos, el Cuco y el Rubiato de Osuna, hacia el camino.

Consiguió restablecerse el orden; fué de nuevo colgado en su sitio el enorme candil.

—Esto no es ná, cosas de er campo, pelusillas y pelusones—gritaba el tío Antón, á quien no convenía la suspensión del baile.

Enrique fué conducido á casa del director de la fiesta; parecía un escapado de la rota de la Axarquia, con el camisón y el marseliés desgarrados; la corbata habíasele quedado en el palenque, y en su cara se veían las cárdenas señales que en ella grabaran los tremendos puños del hijo del de Casariche.

El de Almogía bufaba como un tigre azotado, por un domador; sus ojos centelleantes paseaban de uno en otro en son de reto; sus dientes estaban apretados y sus manos crispadas.

—Vaya, caballeros, esto no es nada; hasta otro día—exclamó al fin Miranda como mordiendo las frases.

—Osté perdone, mostramo; pero osté no sale de aquí jasta que mos dé premiso el lucero de la mañana—repúsole el tío Antón.

—Pero ¿qué ha sío lo que ha pasáo?-preguntó Tovalico el Churumbero, que acababa de llegar, á Pepe Estébanez.


—Cosas esaborías; que lo que le sobra de lengua al uno, le sobra de mano al otro.

—Pero ¿quién prencipió el belén?

—¡Er demonio! un guantazo que sonó como un barreno.

—¿Y quién fué el que le puso la mecha?

—¿Quién había de ser? Bernardo, que es más bruto que una yunta.

—¿Y poiqué se le inquietaron á Bernardo los dátiles?

—Poique D. Enrique se fué de la lengua sin razón; sí, señor, eso sí, sin razón, poique Dolores es mu regüena, y si una vez tiró por el sembrao, ya no ha güerto á salir del camino rial.

—¡Ya, ya! De ese relente me ha llegáo á mí tamién er soplo. ¿Y Miranda se lo dijo ar de Casariche en su mesma cara?

—Ca, hombre, ca; entonces tendría á estas horas ese mocito una quijá sí y la otra tamién en Mairena; lo que pasó fué que, estando paseando conmigo y hablando de un pique que hablan tenio esta tarde en er tiro, sortó dos ó tres expresiones sin fundamento con referencia á la zagala.

—¿Y las oyó el zagal?

—Como que estaba sentáo á la vera der camino; y como está la noche más oscura que boca e lobo ¡dejuro! no lo vimos; pero sí lo sintió Miranda; ¡cámará con er mozo, y qué mano de jierro le ha dáo la Divina Provióncia! ¡Dios mos libre!

—Y ¿cómo fué el enzarzarse?

—Pos ná, que de pronto se le vino encima á don Enrique toito el cerro y se cayó ar suelo, y el otro lo alevantó como si juera un paper de fumar, y le quitó él revolver, y yo no sé más sino que me han lastimáo jasta la pata de palo.

—¿Y er de la Viñuela sa dio ya?

—Se lo han llevao á fuerza e puño, poique si no mos muerde; ¡vaya si tié coraje er mozo!

—Miranda se merece lo más malo y lo más peor; es una lengua de jacha, y er segundo turno es mío, poique se la tengo jurá, ¡y cuando yo juro una cosa!...

—Hombre, éjalo siquiera que se riponga e la esazón de esta noche y que le cosan la vestiúra.

En aquel instante la murga lanzó de nuevo al aire sus acordes, y oyóse la voz cascada del tío Antón, que seguía gritando:

—¡Caballeros, aquí no ha pasáo ná, pelusillas y pelusones; ya se arremató; aquí no ha pasáo ná, caballeros!


CAPÍTULO XIV

El beso de Judas


El Rubiato de Osuna y el Cuco no abandonaron á Bernardo hasta dejarle á un tiro de fusil del cortijo; cuando el muchacho se quedó solo sentóse sobre una piedra á pensar en lo ocurrido; hervíale aún la sangre; tenia ganas de matar, de hacer padazos al que se había atrevido á decir en alta voz lo que él no osaba pensar siquiera. ¡Pues, y si se enteraban en su casa del motivo del lance! Pero no, no se enterarían; el mordisco podía habérselo tirado un perro cualquiera, el del cortijo del Lechuguita, por ejemplo; por lo demás, nada denunciaba la gresca, ni un mal rasgón en el traje. ¡Dios de Dios, y qué malita persona era D. Enrique! ¡Pues, y Rosita! ¡Vaya si las frases de ésta hicieron sonreír maliciosamente á todo el mundo! Íbase á ver en la necesidad de ir arrancando las malas lenguas del partido, como si fuesen hierbas venenosas. ¡Cuidado con decir que él y Dolores!... ¿Y todo por qué? Porque quería á la parienta y á la chicuelina con toda su alma. ¡Naturalmente!, la madre era su compañera de penas y fatigas, su pañito de lágrimas; ella lo cuidaba cuando estaba enfermo, cosíale las ropas, le condimentaba los platos más de su gusto; compartía, apenas tenía un cuarto de hora de lugar, sus más penosas faenas; impregnaba de fraternales cariños el aire
que respiraba, y el agua que bebía, y el pan, que era su sustento.


[(Se continuará)]

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