martes, 8 de enero de 2013

El lagar de la Viñuela. Capítulo decimoquinto (2)



Pudiera seguir creciendo la murmuración, y si ésta llegaba á oídos de los abuelos, ¡Virgen Santísima, qué vergüenza! Luego, que Agustín regresaría pronto. ¡Agustín regresaría pronto! ¡Qué inquietud le causaba pensar en esto!

Cuando vió penetrar á Bernardo en la casa, se hizo la distraída; sin alzar los suyos estaba viendo los ojos del zagal clavados en ella, y sentíase profundamente turbada.

—Has tenío visita, ¿verdá, tú?

—Sí, los López; iban pá ca e León, y se han paráo una chispa—repúsole Dolores sin mirarlo.

Comprendió el mozo que la muchacha estaba al cabo de la calle, y murmuró sordamente:

—¡Mala mujercilla; le ha fartáo tiempo pá venir á darnos la pesaúmbre!

Durante la comida, los viejos no dejaron de extrañarse del silencio y la inapetencia de los muchachos.

-¿Qué sus pasa, cachorros, que estáis como si sus fueran á meter en chirona?—preguntóles el señor Juan.

—Ná; yo lo que tengo es un sueño que me tumbo. ¡Como me levanté tan trempano!

—Pos en cuantico se coma echas un rengué pá que escanse ese cuerpo bonito. Y tú ¿qué tiées, Bernardo?

—Que ayer bebi unas copas, y desde entonces no me pie el cuerpo más que agua.

Cuando hubo terminado la comida, se levantó el mozo y cogió la caña de varear.

—¿Aónde vas á remontar el vuelo?--Le preguntó el tío Salustiano.

—Voy á varear los armendrillos de la vera del arroyo; ya están entreabriendo.

—Y ¿quién va á ayuárte?

—Naide, no sa menester; yo puéo jacello solo repúsole el zagal, mirando tímidamente á la huérfana.

Esta advirtió la mirada; quedó indecisa algunos instantes, y después le dijo con voz un tanto áspera:

—Yo no puéo ayuárte, hijo, y lo siento; yo estoy arrengaíta, y me yoy [sic] á acostar un rato.

—Ya te lo he dicho: no sa menester; yo canto misa sin monaguillo—le repuso Bernardo, saliendo con dirección al arroyo.

La muchacha subió á su habitación y arrojóse vestida en la cama; en vano quiso conciliar el sueño; tenía la cabeza caliente de tanto cavilar. Bernardo habíase ido á los almendros, mohino y triste; era aquella la vez primera en que ella esquivaba ayudarle. ¡Pobrecillo! ¡Qué cara puso al marcharse! ¡Y todo por culpa de dos envidiosos despechados! Sin duda aquella especie había sido propalada por Rosita y Miranda; pero, indudablemente, nadie los creería; todos estaban, ó debían estar, al corriente de que ella era la prometida de Agustín; pero ¿y si la gente tomaba la calumnia al pie de la letra? ¡Ah! entonces era preciso cortar por lo sano. Pero para cortar por lo sano era necesario hacerle sangre al zagal. ¡Y era éste tan rebueno, tan amoroso, tan humilde! ¡Infame Rosa! Lo que son los celos; verdad que Bernardo era un mozo capaz de poner tarumba á la mismísima Reina de España y de sus Indias, con su gallarda persona. ¡Vaya si era un hombre de los de verdá! Y cuidado que se había ido triste á los almendrales.

Viendo la imposibilidad de dormirse, se arrojó fuera del lecho y se asomó al balcón, desde donde se dominan las faldas del monte y el sitio donde estaba el zagal sentado sobre una piedra con el codo en la rodilla y la cara en la palma de la mano.

Sintió al verle Dolores punzante malestar; sin duda el mozo sufría; era lo cierto que ella había estado injusta. ¿Qué culpa tenía él de lo que pasaba?. Bastante había hecho con medio lisiar á D. Enrique; además, la actitud adoptada por ella no podía durar mucho, era demasiado incómoda; tendrían, a la larga ó á la corta, que volver las cosas á su lugar; para algo, pensaba, tenían ambos las conciencias azuleándoles de blancas.

—¿No duermes, por fin?—le preguntó la anciana cortijera, que estaba son Araceli en brazos, al verla bajar.

—No pueo yo dormir con sol; voy á darle una ayúa á ése; déme osté la niña. ¡Ven acá, prenda mía! ¡Ven con tu madre!

 Al llegar con ella en brazos á los almendros, Bernardo, que la había sentido aproximarse, parecía dedicado en cuerpo y alma á la faena.

—No te dolerán las manos—le dijo Dolores, viendo el poco fruto que cubría la tierra.

Sonrióse el mozo, no deponiendo del todo el fruncimiento de cejas, ni aun la franca expresión de disgusto, y le contestó:

—Estos picaros no suertan la ayosa tan y mientras no te ven. Pero, ¿no ibas á escansar un rato?

—Se me han quitáo las ganas; pero arza tú arriba: dende aquí no se jace ná de provecho.

En aquel instante Araceli llamó al zagal con acento chillón y palmoteando alegremente.

—Ven acá conmigo: antes eres tú que toítos los armendros de toítos los armendrales.

Y al decir esto el mozo, cogió en sus brazos hercúleos á la pequeñuela, que, apesar de sus cinco años, no pesaba lo que un suspiro, y la puso en alto, mordisqueándole las piernas.

La expresión infantil, llena de melancólica placidez, del rostro de Araceli, pareció reflejado en el semblante del muchacho.

—Vamos, suerta la niña, que se jace tarde.

—Di tú que nones; asina: que no, que no y que no. ¿No ves cómo la picara no quiere que te dé gusto?

—Vamos, abájala ya y no seas pesáo.

Depositó Bernardo á la niña sobre el suelo, después de besuquearla, y trepó al árbol con agilidades de ardilla, haciendo crujir las ramas al peso de su gallarda persona.

Durante los primeros minutos no se cambió entre nuestros protagonistas palabra alguna; no sabían cómo romper el hielo. Dolores fué la primera en hablar.

—¿No te duele ya la mano?—le preguntó.

—Ca, si yo soy, como ice la copla, «como un navío cuando le están carenando.»

—Pues á Rosita arguíen le ha dicho lo de la mordeúra, y la fartáo tiempo pá venir á preguntar por tu salú. ¡Pobretica, y qué mal pago le das!

 Bernardo suspendió la faena, situóse á horcajadas en uno de los troncones más resistentes, y miró con expresión interrogadora á Dolores, que sonreía.

—No tiée ná del otro jueves que se enterara:  estaba en la fiesta—dijo, tras algunos instantes de silencio.

—¿No bailaste con ella?

—Anda y que baile con San Pascua Bailón, ó con San Vito, er santo de la temblaera.

—¿Y eso poiqué? Eso no está bien; la probé está prevelicá por ti, y aluego que es mas rebonita que naide.

—¡Rebonita! ¡Pos si no hay pá ella más gallo que er de este corral, ya echó una yueca! ¡Por vía é Dios! ¡Pos si era menester pegalle fuego al partío, y no soplar jasta que llegara á estas lindes!

—Con el calor que jace, ¿verdá? Vamos, á menear los remos, que se viene la noche encima.

No se hizo repetir la orden Bernardo; el diálogo mantenido no había sido del gusto de ninguno de los dos, al parecer; lo habían entablado porque sí, por aquello de que hay cosas que están escritas.

Empezó á lucir el trabajo; á los golpes y zamarreones del mozo comenzaron las ramas á apedrear á la Viñuela, que amontonaba el fruto que caía; Araceli entreteníase en formar, á alguna distancia, pequeñas pirámides, que truncaba á manotazo limpio; no se oía más rumor que el del ramaje agitado y el del fruto en sazón al golpear la tierra; los recolectadores permanecían taciturnos y silenciosos.

—Mía, deja los otros pá mañana—dijo la Viñuela al poco rato, volviendo á coger en brazos á Araceli.

—Como tú quieras—repuso el zagal, dejándose caer desde el árbol.


(Se continuará.)

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