jueves, 10 de enero de 2013

El Lagar de la Viñuela. Capítulo vigésimo cuarto




Ella no podía jurar fe á otro hombre que no fuera Bernardo; aquel juramento no podía Dios consentirlo, Pero ¿y si no se casaba con Agustín? Si saltando por todos los diques negábase á llevar á cabo el cruento sacrificio, entonces tendría que colgarse al pecho el sambenito de la mujer prostituida; lo que hasta entonces no había dejado de ser infame calumnia, dejarla de serlo; tendría que abandonar el honrado recinto y á los nobles ancianos, de los que era savia del corazón.


Luego llegaría un tiempo en que Araceli la interrogaría con sus ojos azules, pedríale cuenta de su conducta, le preguntaría por su padre, y tendría que inclinar ante ella, avergonzada, la frente.


Sintió la Viñuela, pensando en cosas tan tristes, que se le iba la razón; oprimióse rabiosamente las sienes, y hubo un momento en que se atirantaron sus músculos, en que la sangre se agolpó á su cerebro: pero la tempestad se deshizo generosamente en lágrimas, y, mientras Agustín daba una tregua á sus amargas meditaciones entre sus antiguos camaradas, y Bernardo aplastaba delicadamente el grano, entre el índice y el pulgar, para colocarlo con el mayor primer en el fondo de la caja, y cada cual el mayor primer en el fondo de la caja, y cada cual mataba el rato á su manera, ella, con el pelo en desorden, jadeante y convulsa, rompió en ahogados sollozos, y con voz sorda, tristísima, llena de juveniles inflexiones, volviendo el pensamiento á su niñez, recordando á la única que en aquellos instantes hubiera podido destilar una gota de bálsamo en su pecho, tapándose la boca con las crispadas manos:

-¡Ay, madre! ¡Ay, madre mía de mi corazón!- murmuró afónica y desesperada .


 Capítulo XXIV

Como Agustín Empieza Á Ver Claro


Agustín fué á Almogia; no llevaba más objeto que alejarse del lagar para poder medir mejor, distante de la escena, la situación en que la pícara suerte lo había colocado; ya en el pueblo, todo cuanto éste encerraba por aquel entonces de campanillas congregóse en torno suyo, desde el señor alcalde, que hubiera dado tres y raya al imperecedero de Móstoles, hasta el más humilde de los hacendados de la tan famosa villa.


Tuvo que resistir Villarubia casi todo un ataque de apretones de manos y de vigorosas achuchones; pero acreditados una vez más para con él de cariñosos y robustos sus antiguos compañeros, pudo hacer la procesión del niño perdido y guarecerse en la posada del tío Musarañas.

Éste, al verle llegar desde la puerta de la calle, donde ajustaba no sabemos qué cuentas valiéndose de los dedos de ambas manos, se adelantó a recibirlo, cuadrándose cómica y respetuosamente.

-Venga con Dios su mercé, el gran capitán del partío- dijo con voz zalamera.

-Aquí no hay más mercedes que las que usted quiera otorgarme, tío Musarañas .

-¡Ay, Agustinico, y cómo le diste el pego á toito er mundo, y qué cosas más grandes pasan! ¡Quién creyera que tú te ibas á subir tan de sopetón á la bolina! Pero pasa, hombre, pasa. ¡Vaya un mozo templáo! Pasa y asiéntate una miaja, que siempre hubo probes y ricos.

La presencia de Agustín había hecho levantase á la adormilada arriería, que le puso apretadísimo cerco.

-Lo primero, tío Musarañas, que yo quisiera agradecerle á usted, sería un catre donde dormir la siesta.

-Ahora mesmito; pá ti tengo yo lo mejor de mi casa, y lo que no tenga lo robo ó lo frabico, ó lo pio á préstamo.

Cuando Agustín se vió á solas con el posadero en la mejor habitación de la posada, tumbóse, en mangas de camisa, en el relativamente cómodo lecho.

-Vamos, abuelito - dijo al tío Musarañas, que parecía no tener mucha prisa por irse, -usted, que seguirá siendo la gacetilla del pueblo, cuéntame usted lo que yo no sepa, ó dígame usted algún acertijo.

-¿Qué quiées que te caente? - repúsole el viejo mirándole con maliciosa tijeza. -¿Qué quiées que te cuente, sino que esto está más malo que un dolor, que tóos los probes vamos á concluir con un trapo atrás y otro alante, que er día menos pensao van á ponernos contribución por er metal de voz, y jasta por llevar antiparras los que sean cortos de vista?

-¿Y el negocio, cómo anda?

-Como los cangrejos, arreculando; aquí ya no se come más que er día der Corpus ó antes, si se espera peligro o muerte; los inglis deben nacer ahora sin cabeza casi tóos, poique no pien chascales. Dios anda emperraete en jacer yesca er campo, y de seguir asina vamos á rematar como er gallo de Morón, ó como la torre de Teba.

-Vamos, abuelito, que aprieta usted más que un torno. ¿Y el cortijo de la Esperanza?

-Ya no es ni esperanza tan siquiera; aquello es un cimenterio, donde están enterráos los cuatro chavicos que gané con suóres de muerte, y tan jondo los enterré y con tan güena voluntá, que san dio por el otro láo.

-Pues, mire usted, aunque se ponga usted en cruz en mitad del camino á decir eso, no lo creen.

- Y ¿Quién va á jacer caso e la mormuración de los irnorantes? Hay gente que debía arder como rastrojos; y á propósito e mormuración. ¿Vas, por fin, á casarte con tu prima?

-Eso dicen- repúsole Agustín, con acento desabrido.

El tío Musarañas empezó a darle vueltas y más vueltas al sombrero, á mirarle el sitio donde en tiempos ya remotos luciera la correspondiente badana, y, tras algunos instantes de vacilación, dijo:

-¡Güena mujer esta la jembra! Mozo hay que daría los ojos e su cara por ser el hijo de tu madre; y si no te han ganao, no ha sio poique no haigan puesto los esparticos.

-Hombre, y ¿Quién ha sido el que se ha metido en tales trabajeras? - preguntó Agustín con tono que quiso hacer chancero.

-¿Y pá qué lo quiées saber tú, si manque yo te lo diga tú no vas á matar tórtolas con trabucos?

-Pero ¿Quién ha sido ese buen amigo?

-Una mujersilla cuasi, y sin cuasi tamién: uno que, cuando se esengañó, y vió que pá él estaba la tierra en barbecho, empezó a darle á la lengua más acharáo que un tiro, y le alevantó a tu moza un farzo testimonio; pero no tengas tú cuidáo: que si hubo pique hubo tamién repique, y er que se arrimó á tu coto no se güerve á arrimar tan y mientras se le encoja el párpao.

-Hágame usted el favor de hablar clarito, que yo me entere - dijo Agustín, que desde los comienzos del relato estaba incorporado nerviosamente en la cama.

-¿Más claro entoavía? Pos di tú que sa menester que te metan las sopas con cucharas y cucharones.

-Bueno, si; más claro abuelo, más claro. ¿Qué fué lo que pasó?

-Pos ná, no te soliviantes; no pasó más sino que aquí hay un mocito mu pinturero que se aterminó ña cantarle á tu Dolores una seguidilla gitana, y á tu Dolores no le sonó bien el jipío, y le dió una gofetá sin mano más grande que un terremoto; y Bernardo, que hubo de enterarse, tomó la cosa á pechos y, como es mu arriscáo y mu vivo, se arrimió ar sujeto y se le acabaron á este las pinturas y la fantasía, y jasta la manera de andar.

Agustín escuchaba al viejo con avidez; sus palabras iban como despertándole de un letargo.

-¿Y qué más, abuelo, y qué más? - le preguntó impaciente y sombrío.

-Pos ná, que el mozo pinturero, pá vengarse del palizón, jechó tinta en el agüita clara; pero en fin, eso ya pasó.

-Pero ¿Qué fué lo que dijo el mocito pinturero? - exclamó Agustín con el semblante demudado.

-¿A ti qué te importa? te repito; si nadie lo creyó; si tu jembra tiée su base mu bien sentá, y á Bernardo le güelé er corazón á jazmines y á albahaca.

Una exclamación sorda acogió las frases del tío Musarañas: un rayo de luz había iluminado de pronto el cerebro de Agustín.

-Déjeme usted solo, abuelo, déjeme usted solo, que voy á descansar un rato- dijo éste al viejo con voz insegura y emocionada.

El tío Musarañas salió arrepentido de su locuacidad y murmurando:

-Las palabras son como las guindas, y er que mucho jabla mucho yerra, y en la boca cerrá no entran moscas; y si por bruto se ganaran dátiles, sería yo, sin que hubiera pleito, la mejor parmera de to el partío.


Capítulo XXV

Empieza el torrente á rebasar el dique.


Cuando Bernardo vió á Agustín dirigirse hacia Almogía, dejó escapar un profundo suspiro de satisfacción: parecióle que le alejaban el cordel puesto á la garganta, y se dirigió rápidamente hacia el cortijo.

Desde la llegada de aquél apenas si había cambiado con Dolores alguna que otra frase, y se moría de ganas de acercarse á ella.

Reflejábanse en el rostro de la Viñuela aquellas horitas de angustias que estaba pasando, aquellas dos olas contrarias que rompían en su corazón; sus ojos, cansados de ver nubes y relámpagos, parecían adormecidos; anchos tintes violáceos los circundaban; su tez estaba descolorida y sus movimientos llenos de laxitud y abandono.

Cuando la mañana á que nos referimos hubo partido Agustín con dirección al pueblo, dijo la cortijera á Dolores con todo de irónico reproche:

-Yo ya estoy convencía de que tengo turbios los cristales de los ojos; y si no, acierta cómo te estoy viendo ahora mesmito.

-Con barba corría - repúsole la zagala con voz desapacible.

La señá Tomasa, ante aquella contestación, recogió rizos á las velas: era, sin duda, preciso andarse con pies de plomo: aquello iba por malos derroteros; estaba ya casi tan claro como el agua lo que había en el fondo de aquellos desplantes; Bernardo y Dolores se amaban sin duda, y gracias á que la muchacha era de oro de ley, y el zagal de ley también y de oro, no habían pasado las cosas á mayores.

Podía ser también que estuviera equivocada; pero, por si ó por no, lo mejor era que se casasen pronto y se fuera el matrimonio del lagar más pronto todavía: porque cantar claro y darle un tironazo á la manta sería peor que pegar fuego al partido.


[(Se continuará)]

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