jueves, 3 de enero de 2013

El lagar de la Viñuela. Capítulo decimotercero




Alzó olla los brazos, y procurando no hacer el más leve rumor, entrelazó las ramas del naranjo, hasta formar con ellas á modo de verde dosel sobre el dormido, le contempló algunos instantes más y se alejó, llevando en la cabeza toda una sublevación de cosas raras y ardientes.

Cuando Bernardo despertó, estaba algo más tranquilo.

—Sa menester barcinar las últimas gavillas á la era—murmuró levantándose.

Al llegar al arroyo encontróse con el tío Salustiano, que avanzaba lentamente hacia los algarrobos del camino.

—¿Dónde va su mercé?—preguntóle Bernardo.

—¿De aónde vienes tú?

—De regar el huerto.

El tío Salustiano miró á su hijo con insistente y amenazadora fijeza, y después díjole con acento un tanto acre:

—Acompáñame más allaílla: tenemos que jablar de una cosa mu fea que se ma venío al magín.

Bernardo mudó de color, inclinó la cabeza y siguió al de Casariche.

Cuando hubieron llegado al sitio elegido, sentóse el viejo sobre una de las piedras, soltó los espartos y
la soga en que trabajaba, y

—Ponte elante e mí, que yo te vea bien los ojos y jasta el fondo der pecho—dijo al zagal, que avanzó
bruscamente, haciendo lo que su padre le ordenara.

—Óyeme bien—siguió diciendo éste al par que le miraba con imponente severidad;—óyeme bien lo
que te voy á icir.

—Diga su mercé lo que quiera; ya le escucho.

—Jace ya muchos días que una zumaya me está contando unas cosas que, si jueran verdá, merecerías tú que te llevaran al patíbulo, y esta mañana he visto algo de lo que me contó la zumaya, y he sentío ascos de ti, Bernardo, ascos de ti. 

—Y ¿qué es lo que á su mercé le ha contáo la zumaya?—preguntóle el mozo con acento trémulo. 

—Tú jabla cuando yo te pregunte. 

—Lo que su mercé quiera, padre, lo que su mercé quiera. 

—Pos bien; antes de ná voy á icirte una cosa pá que no la orvíes, pá que te la claves en er corazón, pá que te la bebas manque te sepa á jieles, pá que estas pícaras canas, cuando me muera, las pueas tú besar sin reconcomio de consencia, pá que este probe viejo no tenga que maldecirte, y después que morirse de pesaumbre en un hespicio ó en un hespital. 

—¿Qué he jecho yo pá que esté me diga eso?—preguntó enérgicamente Bernardo, á quien aquellas palabras habían llenado él corazón de lágrimas. 

—Entoavía no has jecho ná—repúsole el viejo, que sin querer había ido dulcificando su voz,—pero vas por una mala trocha; y has de saber tú que er tío Juan y la tía Tomasa, cuando estábamos á la clemencia der cielo, y yo ya no tenía más alimento que darte que mi sangre y mi cariño, mos abrió da par en par las puertas e su cása, f mos las abrió cuando los probes ya estaban a la cuarta pregunta; y la tía Tomasa es como si juera tu mesma madre, y el tío Juan lo mesmo cuasi que si juera yo, y Agustin, tu hermano, y Dolores,  Dolores... la mujer de Agustín, es icir, tu hermana también, y no te igo mas, Bernardo, no te igo más: ¡mas dáo una congoja, que no me la merezco!

Y al decir esto, vibraba la voz del anciano triste y querellosa.

Bernardo estaba profundamente conmovido, inclinada respetuosamente la cabeza ante el viejo, con las manos cruzadas, como un delincuente humilde ante un juez venerable. Cuando el de Casariche hubo pronunciado las últimas palabras, levantó la cabeza el zagal; todos los músculos de su rostro estaban en dolorosa tensión.

—¿Si su mercé me premite?...

—Di lo que quieras.

 —Pos bien: yo quisiera irme; yo buscaré y encontraré trabajo en otros lugares.

 —Y yo, ¿qué jago entonces tan y mientras?

—Su mercé es pá mi un ala del corazón; bocáo que yo tome será el que á su mercé le sobre. 

—¿Y el tío Juan? No, no puée ser eso asina; el tío Juan sin ti, sin el arrimo de tu poer y tü güena voluntá, se viene abajo; lo que sa menester es ser pruénte, y ser leal, y ser hombre de bien. 

—Lo que su mercé mande se jará—exclamó Bernardo, que volvió á inclinar la cabeza, y se alejó lentamente, mientras el de Casariche, mirándolo alejarse, decía: 

—Probetico mío, ¡qué güeno es! ¡Picaras mujeres, y cuántas penitas mos aportan!... ¡Por vía é la Verónica.... pues no tengo cuasi el corazón encogió! 

Y el pobre viejo, al decir esto, se restregaba violentamente los ojos con las flacas y temblorosas manos. 


CAPÍTULO XIII 

En el tiro de gallos


Era día de San Juan, y grandes y chicos, ricos y pobres, se dispusieron todos á celebrarlo, como es costumbre en los Verdiales desde los tiempos de Matusalén y la Nanica, según hubo de afirmarme uno de los subarrendadores del caserío de los López, lugar siempre elegido para situar en él el real de la feria. 

El programa era el de siempre: tiro de gallos, baile en la tienda, en un á modo de colgadizo de cañas y lonas levantado en una planicie frente al cortijo, y todo esto, como es natural, aderezado con su poquito de murga y su mucho de peleón y yunquera. 

El tío Antón -empresario del tiro- llegada que fue la hora, colgó de una estaca, en una loma próxima, un gallo, orgullo y honra de su gallinero, el cual habían de disputarse los tiradores de más ringorrango del partido. 

Cuando el tío Antón, desde la puerta de su casa, vio que para divisar la víctima necesitábase un telescopio casi, murmuró con acento satisfecho, mirando á su decrépita consorte: 

—Lo que es éste, serrana, mos lo comeremos mosotros en pipitoria. 

—Eso será lo que Dios y Estébanes el cojo, y Bernardo el de la Viñuela, y D. Enrique el de Almogía dispongan. 

—Manque resucite y venga á tirar Antoñico el Nomeapuntes, no le atina; no ves tú la cencia con que está puesto en él palitroque. 

La tía Zerona se encogió de hombros y se alejó murmurando: 

—Manque lo pongas entro un cofre en un cajorro, le pegan un tiro esos condenáos. 

Ya, por la tarde, empezaron á llegar los tiradores con las indispensables escopetas; unos a pie, otros jinetes en sendos pollinos, y otros en más nobles cabalgaduras, vistosamente emperijiladas; todos afeitados, vestidos de limpio, la mayoría con ceñidísimos pantalones, amplias y sueltas chamarretas de mallorquín, y sobre ellas el chaleco desabrochado, prenda usada por ellos solamente cuando repican muy gordo. 

Los ricachos iban como embragados en sus trajes nuevos, y los mozos más enamoradizos, los Tenorios y los Mejías de aquellos alredores, dispuestos á hacer tremolar bandera de parlamento á todo corazón mujeril con sus caídas de párpados, sus galas festivales y los matajos de albahaca puestos detrás de la oreja con todo el arte que exigen los cánones del buen gusto en todo el territorio comprendido entre el barranco del Sol y los linderos de la ermita. 

También apareció por una loma Enrique Miranda, jinete en su Tordillo, que avanzaba con airoso trote, el cuello enarcado y como queriendo unir la pequeña cabeza de aventadas narices al vistosísimo pretal. 

Llevaba el jinete reluciente escopeta de dos cañones sujeta al arzón de la airosa montura jerezana, sobre la que gallardeábase vestido con amplio pantalón gris sujeto con trabilla á los calados brodequines de becerro blanco; vistosa canana repleta de cartuchos; camisa de bordada pechera, en la que lucía brillantes botones de oro; ceñido marsellés que modelaba admirablemente su elegante busto, y ancho parero melinado, á lo tunante y galán, sobre la sien derecha. 

Dirigióse el tío Antón precipitadamente á tenerle el estribo al mocito más pinturero de Almogia y á decirle quedo y con voz lastimera: 

—Mostramo, á ver si tiée osté cariá y miramiento, no por mí, sino por el gallo, que está mu delicáo de la cresta. 

Al llegar Bernardo, Rosita, la hija de los López, su incorregible enamorada, se asomó á la puerta de uno de aquellos edificios vestida con falda de color rosa, corpiño blanco con tiras de encajes y con casi tantas flores en el pelo como pueden producir en Mayo los cármenes de mi tierra. 

Contestó secamente al saludo del mozo, y rígida y espetada sentóse en el zaguán á lucir su carita morena de grandes y dormidos ojos garzos, su boca fresca y purpurina y su cintura de avispa. 

Dió comienzo el tiroteo, haciendo, resentirse gravemente á todos los árboles de las cercanías; pasado algún tiempo, durante el cual los primerizos pusieron el plomo en el Torcal de Antequera, decidiéronse, por fin, los. tiradores de cartel á hacer algunas de las suyas, y pronto el cojo Estébanez y el hijo del de Casariche contristaron el espíritu del tío Antón, que hubo de colocar en el madero la tercera futura victima. 

Disparó á su vez Miranda sin conseguir acertar; lo tenía nervioso la presencia de Bernardo; éste le miraba con aire provocativo, con ganas sin duda do partirle un alón, como hubo de prometerlo á Dolores, y al ver rebotar la bala disparada por Enrique un metro más allá del blanco, dijo con tono de zumba: 

—Va a ser menester avisar á los der pueblo, no vaya á ocurrir una esaborisión. 

—Yo lo que hago es que le corto á usted un estornudo de un balazo—repuso Enrique, mirándolo con expresión sombría. 

—¡Josús, María y José!—exclamó el zagal estornudando ruidosamente. 

Miranda, pálido y amenazador, dirigióse hacia el que le provocaba. 

Bernardo, al verle avanzar, sonrió con expresión brutal de triunfo y le dijo con acento vibrante: 

—Como se arrime osté más er canto un pelo tan siquiera, der primer tortazo va osté á darle del tó la güerta ar mundo. 

Todos los asistentes, comprendiendo que de no mediar ellos iba el apuesto señorito á tener que llevar á cabo aquel larguísimo viaje, rodearon á Miranda y al de Casariche. 

—¡Mía tú que con el terral que corre meterse en esas honduras!


[(Se continuará)]

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