martes, 8 de enero de 2013

El Lagar de la Viñuela. Capítulo decimoséptimo



Pronto se declaró en dispersión la gente; Bernardo, el  Chamullo y el porquero se dirigieron á la umbría, y los demás á sus respectivas habitaciones.

Si una hora después hubieran arrojado nuestros lectores una mirada sobre los habitantes del cortijo. Hubieran podido ver á Bernardo contando, con los ojos de par en par, las estrellitas del cielo desde lo alto de la loma; á Dolores dando en la cama vuelcos y más vuelcos, suspiros y más suspiros; al tío Salustiano hablando solo, como si regañara con su sombra; y en el humilde lecho nupcial del matrimonio, al Cantueso haciendo castillos en el aire y viendo ya á su Agustín con su uniforme de capitán general; en tanto que la cortijera, con la cara fruncida, no podía pagar los ojos á causa de un mal pensamiento que andaba desde aquella tarde zumbándole en la cabeza.


CAPÍTULO XVII

Tres monólogos.


Hemos dicho en el capítulo anterior que la señá Tomasa no dormía, y es verdad; habíasele parado
un abejorro negro entre ceja y ceja, quitándole el sueño. ¿Por qué aquella actitud de los zagales? ¿Por qué se puso él tan pálido y tan ceñudo al terminar de leer la carta? ¿Por qué ella no llegó al cielo de un brinco, de la alegría? ¡Cosa más rara! Luego las coplas que cantaron ambos las cantaron mirándose de un modo que maldita la gracia que le hizo á ella. Iba haciéndose preciso estar alerta, con la piedra en la honda y descalabrar al primero que se desmandase.

Al dormirse la cortijera—dos ó tres horas- después— estaba casi convencida que allí había gato á medio encerrar, si no encerrado del todo; pero á la mañana siguiente, al ver penetrar en su cuarto á Dolores tan serena y tan hermosa como siempre, y luego, á la hora del almuerzo, á Bernardo tan rudo y tan nobletón, como siempre también, arrepintióse un poco de sus malos pensamientos, no obstante lo  cual quedáronle en lo íntimo de su corazón vagos resquemores que le hicieron estar todo el día con la escopeta montada.

Al llegar la tarde no estaba del todo tranquila; mirábanse los muchachos con demasiada intensidad; había en sus miradas algo alarmante y anómalo.

Para el de Casariche no pasó inadvertida la preocupación de la cortijera, y, cuando después de comer quedó á solas con ella; le preguntó:

—¿Qué pasa, que está osté con cara e jieles?

—Ná, que estoy pensando en la güerta de Agustín, y er gozo me tié el cuerpo dolorío.

—No es pá menos; de esa mesma tela, más chica ó más grande, tóos tenemos una prenda e gala.

—Eso creo yo; eso debe ser, ¿no es verdá?

—¡Vaya si es verdá!—repúsole el viejo con el semblante ensombrecido por aquella extraña pregunta.

—Eso debía ser.

—Y dale con los deberes, ¡qué matraca! Se ha encariñáo osté con er dicho.

—Es que como er mundo da muchas güertas, y el deber está unas veces tan alto, naide lo arcanza.

—Eso es sigún los ojos con que se mira.

—Es lo único que conservo sin polilla, y Dios me lo conserve.

—Es que muchas veces, entre dos luces, mos parecen águilas las pavanas.

—Too puée ser.

—Y tanto como puée ser; y si no, ar tiempo. Ya osté sabe que á mí me gustan las cosas claras y el chocolate espeso.

—Dejuro que lo sé, y nunca lo he puesto en dúa.

—Pero vamos á cuentas, señá Tomasa: ¿á qué viene too eso? Poique lo que hemos platicáo es como el aire, que no se sabe de aónde viene, ni aónde va, ni poiqué sopla.

-Pos á ná viene: á que cuando hay que matar una hora y no hay castañuelas, se repiquetean dos tejos.

Cuando el tío Salustiano quedóse solo, estaba profundamente pensativo; empezaba á escocerle muy de veras la situación; las frases de la señá Tomasa habían sido de poca corteza y muchos migajones; empezaba á ver aquella algo, que sin duda no era muy de su gusto, y sí era así, hacíase preciso liar el petate y echarse por esos mundos de Dios á decir la buenaventura.

No era esto lo que más le dolía; lo que más le dolía era pensar en el motivo; pero no: él pondría las cosas en su lugar, metería al mozo en cintura, no le dejaría á sol ni á sombra hasta que Agustín se casara y se llevase á la que de tal modo había barajado los cascos á su hijo; á su hijo, que era una prenda, sólo que la picara sangre moza anda siempre á testarazos con lo que debe ser cuando de mujeres se trata, y más su mozo, que tenia en las venas pólvora granadina de la superior, de la que alborota poco y empuja mucho.

Por más que el mozo tenia la conciencia más limpia que los chorritos del agua, y sano el corazón y blancos los pensamientos, habíale ocurrido lo que al más pintado le hubiera ocurrido en su lugar; aquello de estar siempre junto con una hembra tan bizarra, habíale prendido fuego; pero él estaba seguro, segurísimo que 1a llama no había logrado todavía más que chamuscarle los encajitos del pensamiento.

En cuanto le echara la vista, encima, él le pondría las peras á cuarto y le ajustaría unas cuentas; y si aquello no era bastante, ¡no estaban muy frondosos los acebuches del Tajo!

En tanto el viejo se despachaba á su gusto, el zagal, encorvado sobre las últimas espigas por segar, allá en un repecho, defendida la mano izquierda por el renegrido guantelete de cuero, y en la derecha la hoz, al par que cortaba los resecos tallos hablaba también á solas, deteniéndose á veces en la faena, y mirando sin ver el espléndido celaje irisado por el sol que moría.

—¡Por vía de la Malena!—murmuraba sordamente— y cuántas fatiguitas o muerte estoy pasando; vendrá Agustín y se la llevará pa siempre, ¡pá siempre!... Y no hay más remedio que callar y morirse de la pesaúmbre... Y tié que ser asina, manque se me sarten los ojos, y se me parta er pecho, y se me pudra er corazón; y no puéo quejarme á naide; él se la ha ganáo, de mala manera, eso sí, de mala manera, pero se la ganó al fin y á la postre; y es... suya, y yo no debo poner en ella los ojos tan siquiera, no debo; pero no puée ser eso; yo no puéo vivir sin miralla, sin que ella me mire; ella pá mí es to en er mundo: er cielo que me tapa, y er sol que me alumbra, y el aire que respiro y el agüita que bebo; y er día que me farte, er día que me farte su calor, ese día que toquen á muerto por mí presona.

Y al mozo se le llenaron los ojos de lágrimas, y murmuró con rabia después de limpiárselas con el dorso de la mano:

—¡Qué Dios! ¡Pos no estoy llorando!

Y como queriendo adormecer su pena, lanzóse al trabajo con brutal energía, haciendo relampaguear la hoz en su mano, hasta que hubo de interrumpirle el señor Juan, que le gritaba desde el arroyo:

—Deja ya eso; se arrematará mañana, condenáo, que te deben doler ya jasta los huesos. Cuando penetraron en el cortijo, ya estaba sobre la mesa el mantel blanquísimo, la hogaza de pan moreno, la enorme fuente, los cubiertos, representados por seis grandes cucharas, la jarra llena de agua cristalina, y un cesto de frutas acabaditas de coger.

—Dolores, á la mesa—gritó la señá Tomasa al pie de la escalera, al ver penetrar al señor Juan y á
Bernardo.

—Ya voy—gritó la muchacha.

Y si alguien se hubiera asomado momentos antes á su cuarto, hubiérala visto sentada sobre tosco taburete, reclinada contra la pared, con la vista llena de tristeza.

Y si alguien hubiera podido leer en su pensamiento, la señá Tomasa, pongamos por caso, habría salido, seguramente, con las manos en la cabeza al oir el monólogo que, como el de Casariche y como el hijo de éste, mantenía también la hermosísima hija de Antonio el Arrabaleño.

—Pos no páece—decía—quemes ha picáo á tóos la tarántula, y que ha eaío la helá en esta casa dende er día en que ese don Enrique, que debía estar jaciendo penitencia pá que Dios le perdone lo guasón y lo mal intencionáo que es, puso los ojos en mi; y tó ¿poiqué? Poique esa mala lengua, y la otra más peor de Rosita... me la tién que pagar. ¡Cudiáo con decir!... y tó ¿poiqué? Poique denguno de dambos queremos á nenguno de ellos. Esto no puée seguir asina, y tiée que seguir; Bernardo me quiére, y yo le quiero tamién, ¡vaya si le quiero! No le voy á querer si es más güeno que la barsamina, y tié pá jablar conmigo siempre un caramelo en la boca; pero lo quiero como Dios manda..., sí, cómo Dios manda... pero si lo quiero conío Dios manda, ¿poiqué me esazono cuando otra moza le jace morisquetas? ¿Poiqué, cuando voy á ajuntarme con Agustín con er pensamiento, él se mete entre los dos y le coge la primería? ¿Poiqué sueño con él, y si está triste me pongo triste, y si está alegre se me ríen jasta las entrañas? ¿Poiqué cuando estoy á su vera se me acelera el aliento y me encomienza á dar martillazos er corazón? ¿Poiqué cuando pienso én que el otro va á gorver se me abren las carnes y lá angustiá me quita el jalito?... ¡Virgen Santa de los Dolores, yo voy á golverme loca!

En aquel instante llegó á sus oídos la voz de la Señá Tomasa, y levantándose lentamente se dirigió hacia la escalera, luchando por ocultar sus tristísimas impresiones.


CAPITULO XVIII

Lo que le pasaba a Agustín.


Tiempo es ya de qué vayamos en busca de Agustín. Con razón dijo este un día á Dolores que él no había nacido para pasarse la existencia destripando terruños, no obstante lo cual, el día en que abandonara el cortijo hubiera dado sin vacilar los mejores años que le quedaban de vida por permanecer, no ya dentro de las lindes de la posesión, sino en uno de sus más reducidos mechinales siquiera.

¡Cuán largo y penoso se le hizo el camino! Era necesario, no obstante, luchar con la suerte hasta meterla en un puño, y él lo conseguiría, pues sentía dentro dé sí un puñado de vigores vírgenes, con los cuales sería para él el mundo una copla y un mal guitarro.

Ya en la capital, no se hizo esperar mucho la primera decepción; el camino del héroe es, sin duda, muy difícil camino; y cuando se vio con la cabeza al aire las viejas cicatrices de las varias descalabraduras que Sufriera en la niñez.

(Se continuará.)

0 comentarios:

Publicar un comentario