viernes, 11 de enero de 2013

El Lagar de la Viñuela. Capítulo vigésimo quinto.

Publicado en:  La Época (Madrid. 1849). 30/3/1898, n.º 17.174, página 4.


Cuando Agustín y Dolores dieran el voletón, ya se le pasaría, si era verdad, el sinvivir al mozo y buscaría éste un consuelo en Rosita la de los López, que estaba ardiendo por él desde la punta del pelo hasta la punta del zapato.

 Cuando el zagal, después de perder de vista á Agustín, penetró en la casa, Dolores encendía el fogón, y los viejos andaban por las alturas del edificio.

Sentóse Bernardo en el poyo silenciosamente, mientras Dolores seguía al lado del fuego sin volver la cara.

—Dolores- dijo, por fin, con acento querelloso el zagal,— ¿en qué parte de tu divina presona te jice yo daño sin querer, que ni mirarme quiées tan siquiera?

—¿Y poiqué me preguntas tú eso?

—Poiqué ha de ser, poique dende que vinieron las golondrinas ya no sirven los gorriones pa mardita la cosa.

—¡Probetico mío, y con cuánta voluntá has pisáo esta mañana la hierba de la tontuna!

—Tú podrás icir lo que quieras, pero lo que yo te he dicho es el Evangelio é la misa.

— Tú estás ensoñando.

—Tú lo has dicho; pero ya no es un ensueño, sino [una pesaílla mu grande y mu triste]

—Pos espierta, Bernardo, espierta y abre los ojos, y éjate de soñares; miá que sa menester mirar más lejos que arcanza la vista.

—Ya lo sé, Dolores, ya lo sé; por algo tengo yo el corazón jecho peázos; á mí ha ha pasáo lo que ice la copla.

—Y ¿qué ice la copla?

—La copla ice:

Yo ensoñaba que tenía
pá mí un rosal en el huerto,
y al despertar me he jalláo 
que mi rosal no lo encuentro.

—Ese rosal será Rosita, ¿verdá?

—Sí, Rosita. ¡Dejuro que es Rosita! —repúsole Bernardo con voz apagada.

—Pos si es ella, ¿á ti quién te achica el ánimo? Si esa moza no ve más que por tus ojos, y por ti un día sí y otro no le cae tiricia.

—Es que esa Rosita que tú ices es un ala e mi corazón, y se la van á llevar er día que menos se piense; y si se la llevan ¡ay Dolores!, si se la llevan, que me vayan jaciendo ya la seportura.

—No será tanto; una miajita menos.

—Más y no menos, Dolores, más y no menos, si tú te aterminas á ver lo que á mí me está pasando.

—Vete ya y éjate de hablaurías; mía que er que está jablando no eres tú.

—Sí, soy yo, yo, Dolores; yo, que estoy agonizando por Rosita, lo entiendes tú, agonizando; y tengo entro e mí un río e lágrimas, y ya me vá fartando jasta el aire que respiro y jasta er sol que mos calienta, y lo más peor de to es que hay necesiá de coserse la boca y de morirse como un perrito sin que me cierren tan siquiera los ojos las manilas santas de la jembra que es mi martirio.

Y la voz de Bernardo era dulce, trémula, apenadora; su mirada fulgía triste y suplicante, y su respiración era entrecortada y desigual.

Dolores iba sintiendo algo como un principio de embriaguez, algo que la atosigaba, que le encendía la sangre y le llenaba la cabeza de vaguedades dulcísimas.

—Miá Bernardo—díjole con voz insegura—vete por ahí á que te dé el relente y éjame ya; éjame ya, que yo no quiéo saber lo que á ti te pasa: eso se lo ices á Rosita, á ella; sí, á ella; con que vete ya por lo que tú más quieras en er mundo.

—Ya me voy; jaces bien en icirme que me vaya; ¿a tí qué te importa ya que á mí me piquen víboras y alacranes? ¿Quién soy yo? Un cualesquiera; un esgraciáo; una piedra que se tira ar balate pá que no estorbe en er camino.

—Pero ¿qué es lo aue tú estás iciendo?—repúsole la huérfana, queriendo hacerse superior á sus emociones.

— ¿Que es le que tú me ices? Ni tú eres una piedra, ni tú le estorbas pá ná á naide, y menos á mí; si to eso es ar revés, si á mi vera, como á un hermano, quisiera yo tenerte tóa la vía y cien años más.

—Tiées razón, mucha razón, Dolores; perdona y no te enfáes.

—Si yo no me enfáo; si es que no te entiendo, ni te quiéo entender.

—Mejor, asina, ojos que no ven corazón no quiebran, y yo tampoco quiéo que te enteres ahora ni nunca; mosotros semos dos caminantes que se trompezaron por casolidá la veréa, y entro é poco dirás tú «si te he visto no ricuerdo», y á vivir, que pá eso er mundo es mu grande. Y ¿qué le importa ar que bebe en la fuente de la feliciá lo que beben ó lo que no beben los esmamparaítos é la fortuna?

—No seas malo; no tengas mala intinción, no me arregüervas las entrañas,no me arrempujes, 

Bernardo, no me arrempujes, miá que yo tamién paézco e la vista y se me ponen nubes en los cristales de los ojos y... vete y éjame ya; éjame ya por los clavos é Cristo.

-Sí, ya te dejo, ya me voy.

Y esto lo dijo el zagal casi con el corazón encogido, y, levantándose, se dirigió hacia la puerta con paso lento y el semblante lleno de dolorosas y casi grotescas contracciones.

Dolores, al verle alejarse de aquel modo, tras un instante de vacilación y ue mirar con susto á todos lados, dirigióse á él, le cogió por un brazo con mano crispada, lo contempló con pasión, con rabia, con angustia y le dijo con voz lenta, opaca, vibrante, como si quisiera clavarle en el alma lo que le decía:

—Rosa, la Rosa por quien tú ices que te mueres, se está muriendo tamién, sí, muriendo, ¿sabes? Pero antes que tú y que ella están los angelitos er cielo y lo que Dios manda que sea; y lo que Dios manda que sea es que tú no la güervas á mirar á la cara, poique lo primero es la primero; y si es verdá que tú la quieres tanto, y que eres güeno y leal, jecha por otros carriles, Bernardo, jecha por otros carriles; miá que Rosita tamién tiée sangre en las venas y un martillo en er pecho, y á Rosita le van fartando unas cosas güenas y sobrándole otras malas, y antes de jacer una perrá se tira por un precepicio, ó se mete un escopetazo, ó se arranca er mardecío corazón y se lo jecha á los perros.

Y al decir esto, la voz de Dolores vibraba sorda, colérica, desesperada.

El mozo la contempló con profunda sorpresa, con delirante alegría, y fué á contestarle; pero en el momento aquel sintióse la voz de la señá Tomasa, que le decía a la huérfana:

—Sube, Dolores, que te llama tu Araceli. Y Dolores, separándose bruscamente de Bernardo, se dirigió en busca de su hija, arrepentida ya de haber dejado salir una chispa del incendio, del terrible incendio en que se abrasaba.


CAPÍTULO XXVI

Cómo el tío «Juanillón» dió remate á la obra del tío «Musaraña».


Cuando Agustín, al declinarla tarde, se vió de nuevo jinete en el enjaezado mulo, en mitad de la carretera, iba echando chispas; las frases del tío Musarañas reperentíanle en el alma de un modo lúgubre; el viejo habíale arrancado la venda, y puesto ante sus ojos la realidad, la triste realidad; la actitud de Dolores y de Bernardo ya no era un misterio para él. ¡Cuán torpe anduvo en no adivinarlo desde el primer instante!

Al pensar en aquello, al leer de corrido en aquel momento las antes indescifrables páginas de su desventura, el amor hacia la huérfana, situado hasta entonces en los dinteles de su corazón, habíasele metido en él á sangre y fuego; robustecido por el despecho y el orgullo.

Desde el lugar en que la suerte lo había colocado empezó á pensar Agustín en la solución del terrible problema; ¡cómo iba á cumplir su juramento! El amor de Bernardo y Dolores -si era cierto—sería para él un padrón infame; quién sabía si ya el honor estaba á los pies del deseo; no, él no podía dar á aquella mujer su nombre; la duda iba hundiendo en él cada vez más su implacable garra; el dilema era horrible; sí, torturándose las entrañas y ensoberbecído por los celos, ponía á salvo su honra amenazada, su hija, aquella niña sin nombre; que era suya, quedábase á merced de los vientos y de las negras olas del infortunio; como él no podía contar á todo el mundo su desdicha, todo el mundo le pondría la ceniza en la frente; además tendría, para justificarse con sus padres, que ponerles ante los ojos la liviandad de la huérfana y la villanía de Bernardo, que amargarles sus últimas horas, y sobrevendría el desquiciamiento de aquel hogar, antes honrado y tranquilo, y el alejamiento de los culpables y el abandono y el desamparo moral para los viejos, para los pobres viejos, para los verdaderamente amantes y amados con toda el alma.


(Se continuará.)

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