miércoles, 26 de diciembre de 2012

El lagar de la Viñuela. Capítulo tercero




—Hombre, si tú ya pa moverte estás pidiendo a gritos el potro de Santiago, y que además tu chavalillo vale por tres y una sota, y es mí mano derecha y si se va me jace un pie agua; Agustín, ya te lo sabes de tú de corrío, no sirve más que pá jacer dengues y darse tono; ya lo estás tú mirando tó el día portear viento en la faltriquera, y yo no estoy ya pa muchos trotes, que digamos.

—No hay más que hablar; tu palabra es reina arsoluta, y lo que tú boqueas se clava y naide lo jurgue; aquí mos tiées jasta que San Juan baje er deo o tu dispongas.

No se habló más del asunto, y recogiendo velas en los gastos, restándole horas al reposo, enviando los huevos al mercado, y haciendo leña en el monte cuando no tenían cosa mejor en que emplearse, iban capeando el temporal los de Zapateros; cuando una tarde, estando todos sentados en la puerta, la Lobina y el Paquete, dos perros que eran á modo de guardia pretoriana de la posesión, irguiéronse de pronto, aguzaron las orejas y lanzáronse hacia el arroyo ladrando desesperadamente. 

Poco después, por detrás de un macizo de adelfas, apareció Toñate, el cartero de Almogía, jinete en un pollino todo piel y osamenta.

—Santas y güeñas tardes, caballeros; ¿cómo se anda por aquí?—preguntó después de apearse, mientras ataba á los hierros de la ventana el ronzal de la pobre cabalgadura.

—Güenos, ¿y tú, Toñate?

—Rigular, mostramo; esta vía, cuando no jiere, rejelea.

—¿Y quien mar te quiere que por aquí te envia?

—Una carta que se ha recebío esta maña pá osté, y como en er sobre lee corre mucha priesa que te entriegue, sigún me dijo el arministraor, apenitas empezó el sol á tomar las de Villadiego trinqué la Canosa, y en menos que jierve el caldo, me planté en ca e la Sacristana, aonde tomé un resuello con vino, y dende allí aquí un voletón, y ésta es la carta. 

Y al decir esto, la sacaba de entre la badana y el forro de la gorra de reglamento.


—Tomasa, dale á Toñate otro resuello, tamién con vino, que bien se lo ha ganao—dijo Juan dando vueltas al sobre, y haciendo como que no veía las miradas impacientes que todos clavaban en él.

Toñate apuró, el vaso que le brindara la cortijera, esperó algunos minutos por si le era posible enterarse de lo que la carta decía; pero en vista de que el señor Juan seguíala dando vueltas sin sentir, al parecer, impaciencia alguna, después de encender un cigarro y despedirse, montó de nuevo en la Canosa y se alejó murmurando:

—¡Vaya un misterio! ¡Ni que juera del Páe Santo la carta! iQué Dios y qué fantesiosas son argunas presonas!

Cuando se hubo alejado Toñate, todos, menos Agustín, miraron con expresión interrogadora al Cantueso; éste seguía contemplando la carta con aire embarazado; á él para leerla le estorbaba lo negro, y tres cuartos de lo propio le ocurría á la señá Tomasa y al tío Salustiano; al hijo de éste andaba enseñándole Agustín, pero el zagal no entraba en aquello más que de refilón y de mala gana, y para deletrear dos renglones de letras muy grandes necesitaba en cada una de ellas parada y fonda; el único, pues, que podía leerla era Agustín.

Éste apenas si saboreó su triunfo.

—Padre, si usted quiere, yo la leeré más pronto que Bernardo—dijo.

El señor Juan respiró con fuerza, alargándole el papel.

Rasgó Agustín el sobre; la carta era del cura párroco de la Viñuela; dábales éste una mala noticia; Antonio el Arrabaleño, hermano de la señá Tomasa, acababa de morir, dejando solita en el mundo, sin más calor que el que ellos quisieran darle, á una chiquilla de quince Abriles que el cura había recogido hasta entregarla á sus deudos; pues no era cosa, decía, de dejar en peligro aquella rosa de Jericó, por la cual andaban dando traspiés y bebiendo los vientos los mozos de aquel cotarro.

La señá Tomasa, al oír la funesta noticia, rompió á llorar amarguísimamente; los demás pusieron caras de día de difuntos, y el Cantueso dio comienzo á rascarse la cabeza como era costumbre en él cada vez que en el camino de la vida tropezábase con algún gran escollo.

Aquella vez la rasquiña fué imponente por su duración; pero terminó al fin por aquello de que término tiene el mar, con ser el mar tan profundo; y dirigiéndose á su consorte, que seguía berreando su dolor, le dijo:

—Vamos, mujer, eso era de esperar, y cuando Dios lo ha dispuesto...

El señor Juan no prosiguió; podían ser sus frases mal interpretadas y recordarse antiguas desavenencias, pues doce años hacía ya que hubo en una ocasión de traspuntearse con el muerto.

—Y esa probetica huérfana, ¿qué va á ser de ella?—gimió angustiosamente la señá Tomasa.

—¡Qué querrás tú que sea! ¡Lo que de mosotros! ¿No es tu mesma sangre? Pos no hay que enojar á Dios, y más cormao ó más raío, si Él quiere tos comeremos. Ya esta noche no, porque es mu tarde; pero mañana, mañana mesmito tiées á tu vera á esa niña pá que se recreen tus ojos.

—Eres más güeno que er pan, Juan de mi arma; tiées un corazón que no mos lo merecemos—dijo entre sollozos la cortijera.

—El Evangelio e la misa es lo que ice—afirmó el tío Salustiano, alejándose para ocultar, sin duda, algunas lágrimas que le habían subido á los ojos.



CAPÍTULO III


La huérfana en Zapateros.



Al ver los mozos de la Viñuela salir á la grupa del jaco del Cantueso, adornado aquel día con vistosa manta, sobremana, rojo mosquero y brillantes cincha y baticola, algo deterioradas por los años, á la flor más bonita de sus verjeles, no rompieron á llorar porque no se dijera; llevábase el de Zapateros la alegría y el encanto de sus ojos, la fuente donde casi todos ellos aspiraban á beber el agua más dulce de la vida, lo cual hizo que de luto se les vistiera el alma, mientras las mozas no repiquetearon las castañuelas por no sacar á la calle la envidia, que las tenía sin vivir desde que aquella rosa de Mayo mostrábase «en todo el esplendor de su hermosura,» que dijo el gran poeta.

Metió espuelas el señor Juan á su cabalgadura, más ancho que largo, viniéndole estrecho el camino para pasar por él con su carga de gloria—como él decía,—y cuando algún caminante permitíase poner los ojos en el rostro de la huérfana, engallábase nuestro viejo, recordando sus mocedades, recogía riendas al ya acansinado bruto, y empezaba á escupir rumbo y vanidad por todos los poros de su cuerpo.

—¿Aónde te has jallao esa perla, viejo afortunaillo?—preguntóle, al pasar por la casa de las Palomas, Juanillón el ventero, mirando maliciosamente á Dolores.

El Cantueso paró el jaco en firme, le hizo dar media vuelta, descolgó el retaco, enfiló con él al ventero, y díjole con voz tonante:

—Jíncate é roíllas, Juanillón, que le has fartao el rispeto á la Divina Pastora.

—A esa se paese, y le sobra un cacho. Y ¿quién es ese rosicler, Cantueso?

—La mejor moza é la Viñuela y de toita España; se la llevo á mi jembra pa que la regale á la ermita.

Y después de apurar un vaso de un solera, que según el ventero era un elisí santo, del cual gustó un sorbo la muchacha, arrimó el hierro á los ijares del envejecido animal, que salió al trote como si, recordando los buenos tiempos, hubiérase dicho: «Para tal imagen, tales andas.»

Con razón había estado conforme el ventero en el parecido de la huérfana con la Divina Pastora; era realmente una mocita juncal, de ojos negros, lánguidos y rasgados; pelo más negro todavía y abundantísimo; tez suave y morena; labios rojos, como fresones maduros; dentadura nítida; curvas mejillas, con dos hoyuelos, dos tentaciones más grandes que las famosas del santo; facciones, más que correctas, agraciadas, y un cuerpo digno de figurar en los museos del Louvre ó del Vaticano.

Llevaba Lola aquel día, contrastando enérgicamente con los vivos colores de la montura, negra falda y corpiño de coco del mismo color; pañuelo de merino al busto, y otro de seda sobre el bien peinado cabello, anudado bajo la barba.

Eran los trapitos que llevaba encima casi todo su ajuar; la dolencia que dio al traste con la vida de Antonio el Arrabaleño habíase prolongado lo bastante para dejar casi pegadita á la pared á la muchacha.

Ésta, porque su viejo no se fuera al hoyo como un perrito abandonado, había tenido necesidad de echar toda el agua al molino, de no dormir, ni comer casi, de hacer pleitas, lavar las ropas á los vecinos pudientes, y de malbaratar la falda de cachemira, y el mantón de crespón, y las cuatro sortijas, y de este modo pudo tirar, hasta que una noche el señor Antonio, comprendiendo que estaba al llegar la última de sus horas, mandó llamar por señas al cura del pueblo, y cuando vio á éste penetrar en la miserable habitación, incorporóse en el lecho, le miró con ojos vidriados y suplicantes, le señaló con mano rígida á Dolores, después al retrato de su hermana, la mujer del Cantueso, y como si hubiera terminado su misión sobre este pícaro mundo, adoptó penosamente la última y más cómoda postura, y momentos después estaba con Dios su alma pecadora.

El cura hizo lo que ya saben nuestros lectores, y á los tres días de haber éste escrito la ya conocida carta, el señor Juan, después de atar su cabalgadura á !a puerta, penetró en su casa, y le dijo con voz balbuciente, los ojos bajos, y dándole vueltas y más vueltas al mugriento sombrero:

—Señor cura, yo soy Juan el Cantueso, er de los Verdiales, er tío de Dolores; y como hemos recebío la carta, aquí me tié por la zagala, y Dios le pague á osté tó lo que ha jecho, endispués que yo..., ya se ve..., está claro..., no es cosa que osté, sin comerlo ni beberlo..., y como á naide le sobra er trigo...

Y el señor Juan alzó los turbados ojos, y al ver los del sacerdote llenos de dulces reconvenciones, no prosiguió el comenzado discurso, y sólo volvió á abrir la boca para dar paso al frugal desayuno con que hubo de obsequiarle aquel cura, el cual, según pregonaban tirios y troyanos, tenia el corazón más grande que la sotana.



(Se continuara)

1 comentarios:

Pepa dijo...

Me encantan las descripciones que hace así como todas las frases hechas que casi siempre llevan toda la razón del mundo. Buen trabajo y ánimos.

Feliz año 2013

Publicar un comentario